martes, 20 de julio de 2010

II. DESPEJADOR

I
La incertidumbre

Yo vi lo que pasó la primera noche, antes de que las luces se hicieran periódicas y de que empezaran a proliferar los primeros cuentos, a mezclarse con la pureza de los hechos. Esa vez, no podía dormir, porque unas pesadillas extrañas me despertaban a cada rato, sobresaltado. Al otro día, cuando ya había pasado el acontecimiento, creí que había sido un delirio. Pero no. Los demás confirmaron su realidad. Aunque no la verdad, por supuesto que no. Dudé siempre de sus historias. Porque lo que alcancé a observar a través de la ventana, mezclado con la sensación de fábula, no podía, a pesar de todo, corresponderse de ninguna manera con cualquiera de esas versiones.
La primera luz apareció del oeste. Justo cuando un sobresalto me incorporaba a los gritos en la cama. Mamá y papá creyeron que gritaba por la luz, me dijeron al otro día. Pero no podían venir a contenerme, no, se excusaban, obnubilados como estaban, casi en trance, ante la luz que se agigantaba en el cielo de la aldea. Era una esfera que cruzaba el domo antitèrmico, lo atravesaba, como si ese escudo de defensa se hubiera vuelto poroso, permeablemente elástico. Podíamos haber pensado que era una simple burbuja móvil; pero todos conocíamos que los Señores prohíben la circulación nocturna y que sancionan su desobediencia con la esclavitud. Por eso, descartamos la hipótesis de plano.
Y luego, no podía ser, porque hicieron irrupción miles y miles de esferas más que flotaban debajo del escudo. Se reagruparon en un círculo cerrado. Digo, no podía ser; pues, que uno entre miles se atreva a la desobediencia, es posible; pero miles a la vez… No podía ser. Porque eso dejaba de ser una simple rebeldía para adquirir los aires de una Revolución y, luego del advenimiento de los Señores de la rúcula, nada parecía indicar que eso fuera una alternativa.
Cuando las esferas se reagruparon arriba, casi no pudimos ver, porque tanta luz comenzaba a astillarnos los ojos. Sobre todo ni bien comenzaron a girar, a toda velocidad, y unos rayos desproporcionados y turquesas se descargaron sobre la aldea. El horror fue disparado en un gemido enorme y profundo, atonal, que conformaron todas nuestras voces al mismo tiempo. Pensábamos, lo supe después, al hablar con los chicos en la red, que estábamos tocando el final, entrando en la devastación. Pero de repente, las esferas desaparecieron en un as lumínico y fugaz en medio del monte y me calmé. La sensación de los finales siempre es eso: una exageración de las circuntancias.
Fueron minutos de un silencio profundo en el flúor de la noche. Hasta que los computadores comenzaron a recepcionar millones de llamadas y los oídos quedaron confundidos y tildados en sonidos electrónicos. Salí del estado de estupefacción y me conecté. Ruth, Lasy y Ramón entraron al instante. Había virtualities tomados con las filmadoras del domo que repetían una y otra vez la escena. E incógnitas. Ruth y Ramón estaban en un estado de horror pocas veces visto. Y ni hablar cuando alguien comenzó a decir que eran Ovnis que, luego de milenios, habían decidido entrar en contacto.
Yo, mutis por el foro. Algo no cerraba en todo esto. Y menos, cuando apareció el primer comunicado. Según detallaron los periodistas, las luces eran una nueva especie de rayos eléctricos sin tormenta que se habían gestado dada la alteración climática por la explotación de rúculas. Eso decía el vocero de los Señores. Los noticieros de la red ampliaron el tema, con entrevistas a entendidos y debates superfluos durante los días siguientes.
Mamá repetía como un musicalizador cada una de las palabras que le llegaban por el computador todos los mediodías. Papá era un poco más paranoico. Volvía de la planta empaquetadora de rúculas con supuestos rumores de que estaban ocultando algo sobre el cambio climático. Desde el principio supe que lo que se encubría era más grande. Algo que superaba con todo nuestra posibilidad de comprensión. Y eso se fue confirmando con el correr de los días. Más, cuando decidimos salir de los árboles con los chicos para explorar el bosque.
Las hojas refractantes y el escudo del domo alcanzaban a desviar las radiaciones y, debajo, nosotros éramos libres después de meses de verano volcánico. Fuimos a las playas. La arena comenzó a mezclarse, vidriada, entre los pies descalzos. El río serpenteaba inmóvil entre las orillas cortadas. Nos sentamos debajo de unos árboles con la mirada dirigida al agua que se filtraba entre las paredes del domo. Algunas piraguas térmicas sacaban peces fotoeléctricos del fondo y se tambaleaban entre los sonidos que la corriente arrastraba. La escena era digitalizada o no, mejor dicho, era como editada.
Sin embargo, la pesadilla tenía que irrumpir con un bólido en llamas que descendió desde las nubes, pegó contra el escudo protector de arriba y después se resbaló hacia el río. Quedamos tiesos. Como pude, les dije a los chicos que me acompañaran a ver de qué se trataba. Pero a excepción de Lasy, los demás ya habían salido corriendo de regreso a los árboles de la aldea. No me quedé tranquilo. Necesitaba saber qué era esto. Si había sido una bomba o un ataque; pero ¿de quién o de qué? Los Señores no tenían enemigos, o eso creíamos. Algunas de las piraguas se aventuraron a ir hasta donde había caído el bólido, contra las paredes del domo. Pero como el escudo pareció titubear, como cortarse, retrocedieron en marcha rápida hacia el puerto.
De alguna manera, eso que había caído, estaba presionando sobre las paredes protectoras para entrar. Seguro que arrastrado por la corriente. O no, pensaba, tal vez es un arma letal, de guerra, que ha encontrado el modo de destruir la defensa y que se quiere apoderar de la aldea. Pero era demasiado fantástico. Un exceso que, todavía, en esas condiciones, yo y los demás no podíamos creer como real. Hasta que el escudo dejó de fluctuar. Un frío de terror me recorrió el cuerpo y cuando vi a Lasy temblar como vibración de pantalla, llegué casi a la sensación de una asfixia nerviosa. El bólido, o se había desintegrado en contacto con el escudo o había pasado sus paredes por debajo del agua, dedujimos.
Poco después, un bulto metálico apreció en el horizonte sobre la superficie marrón del río. Gris, avanzaba a flote. Cuando estuvo cerca, a metros de nuestra dirección, eso que llamaba realidad comenzó a tomar la dimensión de una incertidumbre. Era una mano robótica gigante, inconcebible. Lasy no podía hablar. Sólo atinaba a mirarme abúlica y demacrada. En cambio, no pude detenerme. La sujeté de alguna parte y comencé a seguir, corriendo, la trayectoria de la mano hacia la aldea. Los pájaros parecían gritar al unísono, en una especie de melodía aturdidora que terminó cuando un clac metálico hizo aparecer un brazo de acero desde el fondo que hundió la mano caída antes de que llegara a los árboles de la aldea. De este modo, nadie vio nada. Nadie, salvo nosotros.
En el noticiero ampliaron la información sobre el cambio climático. Sostenían que los rayos eléctricos sin tormenta generaban una especie de chatarra de carbón que se desprendía de la estratósfera sobre la Tierra. No había que alarmarse, porque los escudos del domo eran lo suficientemente fuertes como para proteger a la totalidad de la Isla, no sólo de los avatares térmicos, sino también de cualquier ataque bélico posible. Era evidente que estaban mintiendo y que, por lo tanto, algo oscuro se gestaba allá afuera y nos estaba llegando en la dosis exacta de una medicina adulterada. Si no, ¿por qué no decir que lo caído era una mano de robot?
Lasy no volvió a hablar desde aquel día y quedó en una especie de mudez. Ni siquiera escribía. Se había condenado a la inexpresividad. Sólo encendía el computador y se ponía frente a su cámara, inmóvil. Los demás no podían entender esa actitud. Y yo no podía explicarles. Menos en la red. Porque si algo quedaba claro de todo esto, era que aquello que habíamos visto contrariaba la versión oficial y el registro en la red de una historia diferente nos hubiera puesto al descubierto.
No quería terminar aislado, condenado por desacato a la verdad de los Señores. De ningún modo. Y menos deconectado. Porque una cosa es ir preso, donde el contacto con los demás se hace posible. Otra es terminar excluido de todas las redes y de los grupos por no pensar como se debe. Los canales sociales de exclusión eran, al fin de cuentas, mucho más efectivos que la persecución política o, incluso, la tortura, todos los sabíamos. En este mundo, nadie me iba a matar, ni a encerrar por pensar diferente. Al fin de cuentas, la libertad de expresión fue lo primero que se conservó en el sistema Señorial. Pero uno sabe que si, por esas casualidades, llega a expresar algo diferente a lo que cree la mayoría, termina en la situación de un paria. Porque la mayoría siempre tiene la razón. ¿La tiene? No sé; pero, por eso, es importante estar en la red. Ahí, uno sabe lo que la mayoría tiene que pensar y lo que uno tiene.
Sin hacer el mínimo comentario, durante esos días, sólo me concentré en explorar la red en busca de manos robóticas como la que había visto. No había registro. Y, la verdad, es que cada vez más, una hondonada de horror llegaba a intensificarse; por las noches, me hacía dar vueltas en la cama, bajo la absoluta consciencia de que alguna vez, uno de esos robots entrarían por el domo, de cuerpo entero, y nos pisarían como insectos. Salvo que, algo que nunca había descartado, esos robots pertenecieran a algún arsenal secreto de los Señores y estuvieran de nuestra parte. Era lo único que me tranquilizaba. Además, era lo más verosímil.
Porque desde la glaciación de la ciudad, cuando todos creyeron que sobrevenía el final del mundo, la tecnología había avanzado a saltos acelerados siempre a nuestro servicio. La prueba habían sido los mismos climatizadores que, según los archivos, unos dementes habían creado para desestabilizar la atmósfera. ¿El objetivo? Congelar hasta el río para presionar al entonces Presidente a cumplir sus designios. Al poco tiempo, los muertos se acumulaban entre la nieve y, entonces, los Señores se prestaron al servicio de la Patria y, con una fuerza de guerra implacable, aniquilaron o atraparon a la guerrilla del clima.
No importó el detalle de la muerte, por cierto, a los ojos de las generaciones venideras, sino la escenificación de los Señores con su batallón arrasando a aquellos que nos ponían en peligro frente a las cámaras de lo que todavía se llamaba televisión. Nuestros héroes salvadores. Así se hicieron denominar por el entonces Presidente. Y después, firmaron la cláusula por la cual se les cedía el mundo entero para su plantación de rúculas. Porque si no, nunca más nos protegerían y dejarían que cualquier irracional, por ejemplo, alterase la atmósfera. Lo cual, para cualquier líder razonable, era aún más peligroso. Fue un antes y un después en la Historia de la Humanidad. Los Señores nos habían redimido de la catástrofe y teníamos que pagarles. Porque la paga se imponía ante todo; y sobre todo después del desastre.
Lo que sigue es conocido. Se conformó la Coalición de Señores, con sede en Paraná, desde donde se impartieron las órdenes. De inmediato, ni bien comenzó el nuevo mundo, las alteraciones climáticas introducidas por la explotación de rúculas fueron mucho más contundentes que las de la guerrilla. Sin embargo, ese detalle, la coincidencia tan evidente entre los efectos de los salvadores y de los demonios, tampoco fue considerada, sobre todo, porque tales efectos fueron opuestos a los de la guerrilla: la temperatura de la tierra se elevó hasta provocar zonas de magma permanente. Claro que la rúcula no tenía toda la culpa. Imposible. Según el registro de la red, las alteraciones de la guerrilla eran irreversibles y para contrarrestar el frío era necesario un poder inversamente proporcional.
Además, si algo era cierto, es que la rúcula, con todos sus nutrientes, venía a solucionar de una vez por todas las carencias alimenticias, la redistribución de los alimentos, los problemas de salud derivados de la obtención de otras fuentes de comida, la dependencia de una cadena que incluía especies animales que nos quitaban espacio para vivir, la falta de trabajo o su exceso que, por esto mismo, incurría en grandes ausentismos de las moradas, dejando a los menores en el desamparo de la soledad, etc. La rúcula solucionaba los problemas biológicos y sociales de la población automáticamente. Y así fue.
Los Señores demostraron que tenían la tecnología suficiente para garantizar nuestra supervivencia. No sólo descubrieron una especie de rúcula capaz de sobrevivir y de producir cinco veces más en medio de la lava, sino que, además, construyeron algunas aldeas en las islas de los pocos ríos sin evaporarse, con domos de defensa y antitérmicos. La gente vive feliz. Por fin alguien les da un trabajo digno, a veces, en su propia casa, y la cantidad de rúcula suficiente para vivir. Esto no se parecía al pasado. A esa pseudo democracia con excluidos. Ahora, todos tenían lo suficiente. Salvo los Señores que siempre tenían más. Pero eso no debía importarnos, no, porque como dice la página de conexión a la red, “de naides tengas envidia, que es muy feo el envidiar”.
Historias por las cuales, no era de extrañarse, al menos para mí, de que
, ante la visión de esa pieza flotante sobre el río y de las esferas lumínicas, no hubiéramos asistido a alguna prueba de un arsenal secreto. Los Señores debían haber estado protegiéndonos, como siempre, creía. Lo que sí, el enemigo debía ser inmenso. Peligroso. Si no, no se justificaba semejante tamaño de la mano o tantas luces. Eso pensé durante una o dos semanas; a partir de entonces, la realidad se encargaría sola de sacudir cualquier explicación tranquilizadora e impondría su intemperie.
Porque siguieron cayendo bólidos y aparecieron las esferas, todas las noches, componiendo su danza flotante. Cables del tamaño de un tronco se precipitaron en las calles, otros, aplastaron familias enteras. Al mes de la sucesión de rarezas, aparecieron las patrullas. Se metían en el monte, con jaurías de perros robóticos y naves voladoras. Decían que se encargaban de buscar y de recolectar las basuras caídas. Nada sobre las luces. Puro silencio. Y, por eso mismo, era cuando más hablaban las evidencias.
Estaba convencido de que lo menos importante para esas patrullas, era la limpieza de los residuos. Para mí, buscaban las luces, como si éstas tuvieran un poder secreto que los Señores temieran o necesitaran. Una vez, pasaron por las casas para comunicar que durante el invierno, restringirían las salidas fuera de los árboles. Para evitar interferencias con los procedimientos. Entiéndase: para impedir que la situación produjera más y más testigos, hasta volverse incontenible la información por fuera de la red.
Pero yo no estaba dispuesto a mantenerme inactivo. Salí, sin que mamá o papá se dieran cuenta. Y a pesar de que pudieran registrarme. Después de todo, la orden era restringir las salidas, no prohibirlas. Tomé el sendero a la costa, más o menos hacia donde vimos con Lasy caer y luego nadar
la mano. Se oían los ladridos de los perros en los alrededores. Los arbustos se movían y emitían un chasquido de hojas permanente. Hacía más calor que de costumbre y los rayos solares parecían filtrarse a pesar de la copa frondosa de los espinillos envueltos en enredaderas.
No sabía hacia dónde iba, o eso creía; pero era lo que menos me importaba. O sí, pero era tan contradictorio que no podía decidir qué hacer. Por un lado, quería llegar a la costa y ver si había allí más bólidos que surcaran el río. Aunque también deseaba ver qué actividades realizaban las patrullas dentro del monte, aún cuando pudieran verme y me pusiera en peligro. Estaban cerca. En realidad, se las oía por todos lados. Como si fueran a aparecer por allí, enfrente. Sin embargo, eso no ocurrió. Porque un toque de queda irrumpió altisonante y, a los minutos, levantaron vuelo sus naves y atravesaron el domo. Las patrullas se habían retirado ante la llamada.
Y fue justo allí, cuando el escudo se había abierto, que un nuevo bólido entró desde arriba diseñando una columna de humo negro en la caída. Venía hacia mí. En esta dirección. Sobre mí. Tuve que agacharme porque si no... Y terminó su trayecto a pocos metros. Ahí adelante. Corrí, sin pausa, desesperado, como si temiera que alguna de las patrullas fuera a volver y retirara la evidencia. Y llegué. Una aureola de fuego devoraba la maleza. Caían ramas encendidas. Temí que me devorara. Pero con una succión al vacío, se extinguió en segundos.
En medio del cráter envuelto en cenizas que se formó, había un cubo sellado. Tenía inscripciones extrañas. Intenté sujetarlo; pero estaba caliente. Así que esperé unos minutos y, cuando estuvo lo suficientemente frío, lo tomé. A juzgar por el sonido hueco que emitía si se lo golpeaba con los puños cerrados, era una especie de caja. Al sacudirla, un peso muerto se desplazaba de un extremo al otro, adentro. Intenté ver de qué se trataba; pero no había forma de abrirla, no sólo porque carecía de ranuras, sino incluso de una abertura mínima o de una cerradura digital.
Comprendí que quedarme allí era peligroso; puesto que si la caída había sido rastreada y registrada, ni bien regresaran las patrullas, vendrían por el bólido. Sin embargo, no iba a dejar la caja; puesto que era la única posibilidad de abrir el hermetismo de tantas dudas. Y eso a pesar de que sabía que estaban registrándome y que, seguramente, me irían a buscar para quitármela. Que lo hicieran. No importaba, o sí, lo que realmente contaba era que durante ese tiempo, tal vez, encontrase la forma de abrirla y de ver qué había adentro. Después, que vinieran y que se la llevaran interesaba poco, yo ya sabría una parte más de la verdad. Y me haría el desentendido.
Caminé hacia la playa. En el río, miles de piezas metálicas se arrastraban en la corriente. Todas terminaban en una especie de vórtice que las arremolinaba, antes de llegar a la aldea, donde la mano de acero desde el fondo terminaba hundiéndolas, ahora con una red gigante. Era como si un basural emanara del río, para desaparecer más adelante. Un brillo encandiló desde una de las barrancas. Caminé hacia allí: era la entrada de una gruta. Siempre había estado ahí; se los aseguro; pero desde que veníamos con los chicos a bañarnos al río, nunca nos interesamos en ella. El mundo, de alguna manera, seguía sorprendiéndome con su repetición. Sobre todo, porque no se trataba de una gruta rudimentaria que, digamos, un animal pudiera haber abierto. No. Era una gruta de roca pulida por los años, los siglos, tal vez, por la que podían entrar naves enteras si así lo quisieran y cuya composición arquitectónica atraía y repelía a la vez, como si en ella se cifrase la máxima belleza y, al mismo tiempo, el peor de los horrores.
Un sonido acuoso provenía del interior, mezclado con un murmullo de voces espectrales. Me metí. Las luces refractaban garabatos en las paredes marmóreas y un lago celeste intenso aparecía allá enfrente. Eran pinturas rudimentarias, de niños. En algunas, había helados y globos. En otras, dragones cuyos ojos parecían moverse de un modo inmóvil. Las voces persistían en un eco enmarañado y confuso. Pero no había un ser humano. En una de las pinturas, había un megáfono incrustado que sobresalía desde la pared. Tintineaba un rojo eléctrico y supuse que las voces podían venir de él, que, tal vez, alguien, en la otra orilla a oscuras del lago, emitía la maraña de palabras que proliferaban sin pausa desde un trasmisor. O lo había dejado encendido y éste reproducía conversaciones inconexas de todo un universo que se escondía en lo negro. Porque no era una sola voz, sino miles, mezcladas, aturdidoras en su balbuceo.
Con esa convicción, me dirigí hacia allí. Bordeé el lago que transparentaba en el fondo cables plateados en forma de red de araña. Un dream-catcher. Me dije. Pero entonces, acto seguido, en el trayecto, una punta de roca hizo que cayera en el suelo y que la caja, olvidada ya ante las dimensiones del hallazgo, se desprendiera y rodase. Y ya no hubo espacio para la reflexión. Al tocar el agua
, la caja empezó a lanzar un destello verde y, luego, flotó en el aire con sus planos separados unos de otros. Sobre el lago. Hasta que su luz se reconcentró en un punto y, no recuerdo bien cómo; pero de inmediato, en el centro de los planos flotantes, unas deformaciones plásticas dieron origen a un cerebro con refulgencias eléctricas. El cerebro se mantenía en vuelo, desprendido de cualquier ley física. Pude ver un destello naranja debajo de él, que supuse las llamas de una turbina.
Después de una estupefacción que pareció eterna, y sin sospecha previa siquiera, el ó
rgano electrónico avanzó hacia mí y no hubo escapatoria. Se clavó en la nuca y percibí cómo levantaba la piel y comenzaba a segregar una sensación hormigueante que recorría la cabeza, los brazos, los pies, a través de un cosquilleo de picaduras microscópicas que sentía que se descargaban al cuerpo. Entonces, en pleno éxtasis, un salto me paralizó elevado en el aire durante segundos. Y caí y ya nada volvió a ser lo que era.
Un aro de realidad desestabilizó la gruta. La astilló en miríadas de partículas que se revolcaron en el agua celeste del lago que, al instante, devino marrón con el ruido de una descarga. La gruta se destruyó como una maqueta escenográfica de cartón. Sus paredes se cayeron, o no, se derritieron o se quemaron sobre el suelo, para descubrir que ella era, en verdad, un acueducto de la aldea. Todo sucedía por el poder extraño que salía del cerebrito o de mí y que hacía evidente que alguien había maquilado el espacio, lo había alterado a fuerza de imaginación. Entonces, apenas la conexión de los micro-cables hormigueantes del cerebrito se completó, la realidad estuvo allí, despejada ante los ojos que observaban cómo una piel protuberante, rosada y con arterias me cubría y me transformaba. Pero, además, ella se despejó en la otra orilla del laguito sucio, ante la presencia del Niño C y de los elegidos que me miraban estupefactos, desvalidos, delante de sus burbujas móviles. Y el silencio fue total.










II
Despejador

No fue muy difícil, a partir de entonces, desnudar cada una de las dudas acumuladas. Es más, todo se desenredó en una suerte de iluminación repentina a partir del momento de la conexión al cerebrito electrónico. Podía no sólo descubrir la verdad de las cosas, sino, además, destruir las ficciones que el Niño C o cualquiera superpusiera a la crudeza de los hechos, aniquilar cualquier artificio. Cualquiera. Era un despejador. Yo y el cerebrito. Despejadores de realidad.
Y eso era lo complejo, lo bestial, lo que me llevaba, a veces, a la sensación de la locura. Porque, claro, lo racional, lo lógico, sería que la sumersión en lo real diera o terminase en la cordura perfecta. No. La acumulación de realidades que se produce en un hecho mínimo, digamos, las historias impresas en un simple grano de arena, condensan una proyección infinita de causas, efectos, transformaciones y desplazamientos que se meten en el cuerpo, en la cabeza, hasta desorientarnos. Ésa es la realidad. Pura desorientación por exceso de hechos que pretenden anudarse en Historia.
Por ejemplo, la gruta. Si ella era una invención del Niño C para extraviar los registros del domo, no es menos cierto que también había sido, en el pasado, la construcción de un arquitecto que se propuso fundar una ciudad en las islas y que necesitó realizar un acueducto, llenar los alrededores de cálculos, de máquinas cuyos ensambles habían sido hechos en lugares distantes, por gente distante con nombres y sueños diferentes; y que luego trajo obreros, a su vez, con un nombre y una vida cada uno, y con ropa hecha en otros sitios y por otros. Yo accedía al nombre y a la historia de cada uno, por simple contacto con el lugar. El cerebro me hacía un detallista omnipresente que podía saber y percibir el absoluto.
También, antes de eso –y descontando la multiplicidad de sucesos que acaecieron en ese lugar mientras fue gruta secreta o acueducto–, mucho antes, la gruta había sido una simple barranca trazada por la acumulación de la arena del río, limo despojado de cualquier utilidad. Podía, por este cerebro electrónico, ver no sólo cómo cada partícula de limo se había instalado allí, sino también la posición exacta de cada una, su composición química, su temperatura, su humedad y así con cada átomo que las formaba, con cada neutrón o protón, hasta la náusea de la proliferación de datos, de la mera acumulación de realidades superpuestas. Y darles orden o seguirlo en el tiempo, me provocaba tal grado de shock que, a veces, quedaba en una posición autista. Desconectado del mundo, a pesar de estar profundamente sometido a él. A sus historias.
Les aseguro que lo soportaba hasta el desequilibrio. Porque cada vez que tocaba la locura, cada vez que estaba a punto de llegar a despejar el último detalle detrás del cual la realidad se hacía evidente, el cerebrito producía un formateo de la memoria que borraba, nunca supe si todos o algunos datos; pero que, en todo caso, abría vacíos hasta dejar la cabeza en blanco y volverla susceptible de una nueva acumulación. Antes de llegar a controlar este mecanismo; cuando apenas desperté de la primera conexión, la acumulación fue tan brutal que estuve a punto de reventarme la cabeza contra el suelo. De los golpes que me di por el dolor. Insoportable.
Descubrí, en minutos, o en menos, cada una de las mentiras que los Señores se habían encargado de grabar y de reproducir en los archivos. Las alteraciones climáticas habían sido falsas, o no, mejor dicho, absolutamente provocadas por ellos mismos para hacer más efectiva la producción de rúculas. Fue una estrategia perfecta y planeada desde el inicio. Hace no más de cincuenta años atrás; cuando hicieron fabricar los climatizadores que alteraron la atmósfera.
Sabían que desde la Revolución prototípica, la primera que conoce este suelo, allá en los inicios del Siglo XIX, ellos sabían que a partir de entonces, una estructura cíclica mental se ponía en marcha y se repetía, insistentemente, sin interrupción. Cada lapsos más largos al principio; pero luego, cada vez más acelerada, hasta los siete o diez años. Como vórtices mentales de tiempo que imprimían en lo real su sistemática necesidad de cambio, de alterar la monotonía del juego en busca de una libertad que nunca había sido lograda. Con el advenimiento de los Señores, los cambios cesaron. Pudieron controlar la Historia.
Y también conocían que el modo era primero sembrar el terror, en los medios al principio, en la red después, para dar el golpe definitivo como los Héroes o Próceres que le habían dado a la gente su redención. Así, pensaron en crear un guerrilla que alterase el clima hasta congelar la superficie de la tierra. La red les había permitido contactarse con los demás Señores del planeta y difundir su ruina. Ejércitos de guerrilleros que bajaban la temperatura hasta la intolerancia. Allí aparecen ellos en los medios. Opinando sobre qué era lo que pasaba. La excesiva multiplicidad de trabajos y de producción de alimentos era la causa. Decían los Señores. Había que simplificar la vida a sus elementos mínimos; un solo alimento para toda la población bastaría, sostuvieron. El mismo mensaje en diferentes idiomas saturó hasta la hegemonía del mundo.
Pude ver, en un segundo, cada reportaje, escuchar cada palabra de los Señores en cada medio de comunicación. Hoy los recuerdos son vagos, imposibles de reproducir con exactitud, luego del formateo de la memoria que sobrevino al poco tiempo; pero siempre algo queda, una huella a partir de la cual se puede recuperar el todo. Y la sensación, profunda y horrible adentro de haber visto, escuchado, deducido, reconocido, conectado la historia completa.
Poco después de la aparición mediática, los Señores emprendieron su campaña contra la democracia, porque no garantizaba las soluciones que el mundo requería. Pero ellos la tenían. Era la rúcula, flúor, hermosa en la pantalla de la red o en los televisores. Los líderes políticos se opusieron tajantemente. No querían que redujeran nuestra humanidad a un solo carril y sin elección. Algunos sostenían que eso nos volvía más animales sujetos a una necesidad primaria como la alimentación. Otros, que el frío era transitorio y que había que pasar el invierno, porque cuando éste se hubiera retirado, todo volvería a la normalidad y bastaría una simple reestructuración en la producción de comida para dejar de alterar el clima.
La gente, a medida que pasaban los años y cansada del frío mortal en que estaba sumida la tierra, dejó de escuchar tantos vericuetos discursivos y no dudó en salir a las calles, romper edificios, comenzar los saqueos. La primera noche, los Señores declaraban que ellos eran los únicos que podrían traer el orden, que era el momento de darles una oportunidad. Y, así, sobrevino la Revolución de los Señores. La renuncia y el encarcelamiento del Presidente y la Coalición que nacía. Para que se repita la historia de lo nuevo sobre lo viejo, de lo mejor sobre lo peor. Prototípica.
Y para eso era necesaria la mentira. Hasta que la mentira cansa o se despeja la verdad de lo real. Como, por ejemplo, cuando empezaron a sostener la existencia de los rayos sin tormenta. No podían declarar que su reinado estaba siendo jaqueado por los elegidos. Porque se pondría a descubierto su debilidad y no fuera que les ocurriera lo del Presidente. Por eso, no podían divulgar que esas luces eran las burbujas de miles de Niños que entraban y salían del domo, ocultos en la ficción de una gruta que el Niño C había construido y metido en la cabeza de cada uno. Una mentira de los Niños, cuya difusión instantánea y, por lo tanto, más efectiva, podía contrariar la velocidad de cualquier red, de cualquier medio y de cualquier ley.
Después de escapar de la Granja, los Niños debieron buscar refugio. Y llegaron al domo de nuestra isla. Entonces, el Niño C se metió en las coordenadas de lo real y construyó la gruta pulida a partir de un acueducto. Luego, puso una historia ficticia en las cabezas de los aldeanos. Que esa cueva era eterna, que había estado siempre allí; pero que nunca la habían visto. Los Señores los rastrearon por el monte, donde las luces parecían caer y obviaron la gruta, porque siempre había estado allí y si los elegidos estuvieran en ella, deberían producirse registros aéreos de sus entradas. Pero no sabían, no, que el Niño C se había encargado de alterar los patrones de archivo, para que mantuvieran siempre la misma imagen del domo, sin que sus movimientos pudieran ser observados. Los elegidos se habían sustraído a las leyes de papel de los Señores y habían decidido hacer con ellas una fogata, desde el momento en que se subieron a las burbujas de la libertad para cruzar el mundo en procura de la transformación y en plena noche, a pesar de su prohibición. Porque había llegado el momento de terminar con las prohibiciones.
El registro de las luces que provocaron sus apariciones en el cielo, dieron origen a la orden de patrullaje de los Primes. Pero por encima del domo, a kilómetros de altura, para que nadie los viera, porque no se sabía de la existencia de los robots. A partir de ese momento, los elegidos empezaron una guerra con esos Primes, sobre todo, cuando salían del domo en excursiones de rescate de otros Niños atrapados en granjas. Los combates con los Primes, sobre el cielo de la aldea, provocaron, así, la aparición de los bólidos; es decir, piezas de los Primes que caían a pique. Los Niños habían decido que no volverían a plegarse a la autoridad de los Señores.
No. No iban a tolerar más los secuestros para controlarlos. Mucho menos, la humillación de matar a sus padres para que sus poderes se hicieran evidentes y para que se los pudiera destinar a distintas actividades según sus destrezas. Por ejemplo, para usarlos en la campaña de Conquista de la Vía Láctea como soldados súper-desarrollados. Hasta para eso eran simples arsenales utilizables. La consigna del Sabio Loco y de Zevi había sido invertida por la previsibilidad y por el dominio de los Señores y con una crueldad sin precedentes ni justificativos. Porque si bien por algo se rebelaban contra los padres, eso no era argumento para el parricidio que a muchos les habían hecho cometer o que habían cometido, ya que el hecho hacía indistinguible el ideólogo del ejecutante, la víctima y el victimario, como suele ocurrir.
Eso decía el Niño C y fue la razón por la cual comenzaron la guerra. Porque, en realidad, ese era el límite. Los campos de acción de los elegidos estaban restringidos a los kilómetros en los que el Niño C podía alterar la realidad. Sólo en ese radio de acción, C podía convertirlos en gigantes capaces de derrotar a los Prime como si fueran insectos. De ahí que la centralidad de la acción del Niño C lo convirtió en su líder. De alguna manera, de él emanaba el poder supremo de los elegidos.
Mi integración no fue fácil. Pero tenía que intentarla porque con este cuerpo cerebral, no me quedaba otra alternativa más que sumarme a ellos; aparecer ante mis padres o ante mis amigos así, hubiera sido suficiente para que los Señores me encarcelaran en una de las granjas. Lo sabía como una verdad que era mucho más fuerte que cualquier necesidad afectiva o dolor por la distancia de los míos. Mucho más convencido, estuve cuando descubrí, a medida que los datos se acumulaban, qué era ese cerebrito que se me había adherido.
Y en eso, radicó, creo yo, la máxima dificultad de integración. Aunque tenía que estar con ellos, no sólo porque eran tan raros como yo, sino porque debido a eso, eran los únicos, de momento, capaces de comprenderme en un mundo que ni siquiera suponía nuestra existencia, salvo por un par de mitos o de cuentos que circulaban en la red y a los que les tenían más horror que simpatía. Claro que era comprensible: con nuestro mero acaecer, alterábamos para siempre la realidad tranquilizadora que los Señores habían edificado.
Al principio, me tuvieron miedo. Era el único que desafiaba al Niño C. había astillado su gruta ficticia y, si no fuera porque él reaccionó inmediatamente y nos recolocó en otro punto del domo, en otra gruta, nos hubieran descubierto. Los elegidos se acercaban, me tocaban, me olfateaban, me miraban con ira o con asco. El Niño C sabía que no podía matarme o intentar alterar la realidad hasta mi inexistencia, porque al mínimo peligro detentado en contra de mí, temía que activara el poder despejador y que pusiera en evidencia su debilidad otra vez.
De modo que prefirió tenerme de su lado. Simular, al principio, una buena predisposición donde no había más que miedo. Yo lo sabía. Simplemente eso. Al fin de cuentas, era mi poder. Incluso sabía que él sospechaba que yo lo sabía. Pero también conocía que nunca me haría daño, porque yo estaba de su parte, con ellos, desde que la realidad comenzó a tejer sus historias en mi cuerpo. Por lo tanto, nunca tendría necesidad de aniquilarme. Además, yo admiraba al Niño C. Tener el poder de inventar con lo real es un atributo fantástico o de un virtuality de Ciencia Ficción. Nada que hubiéramos visto hasta entonces podía parecerse.
Pero a veces, en segundos, las certezas son agitadas hasta la mutación por un juego de azar o por el error. Cuando en una ocasión, se acercó a mí y preguntó qué era ese cerebro, la sola acción de cuestionar disparó la respuesta más inesperada y real, pero para mi situación, la más inoportuna. El cerebro, le dije, es un artefacto de los Señores diseñados para despejar tus ficciones. Un arma de guerra de prueba que uno de los Primes llevaba a una planta electrónica para comenzar a reproducirlo en serie. Les había llevado cinco meses idearlo, después de un arduo estudio de sus poderes –en ese entonces, latentes– en la granja, y el único que había era ése. Afortunadamente, cuando el Prime fue eliminado por los elegidos al cruzar el domo, los planos y archivos del producto habían sido destruidos con él, pues, los transportaba en su disco duro, dado que colgarlos o enviarlos por la red lo consideraron un peligro, ya que colocaría el invento al alcance de todos. El Niño C me miró consternado.
– Entonces –sostuvo–, estamos perdidos, porque o vos me vas a destruir o van a crear otro en cualquier momento.
–Descartá la primera opción –traté de convencerlo–; la segunda es la posible. Pero tenemos tiempo. Si les llevó cinco meses hacer el primer cerebro, el segundo no va a salir en uno o dos días.
– ¿Vos te creés que en unos días o en un mes, digamos, vamos a poder recorrer el mundo y acabar el control de los Señores sobre las granjas y los domos?
–Hay que pensar la forma de hacerlo. Imaginarla hasta conseguirlo si es necesario.
A partir de esa charla, las sospechas sobre mí se incrementaron. Los sueños del Niño C iban desde la paranoia hasta la psicosis. Imaginaba todas las alternativas de matarme y de eliminar los cerebros que podían idearse. Pensó, en un momento, en usarme como conejito de indias para descubrir la manera de salvarse y de salvar a los suyos a través de siniestros experimentos de aniquilación o de extirpación del cerebro o de mí, puesto que ya éramos lo mismo. Pero el riesgo era demasiado. Sabía que yo no estaba dispuesto a dejarme ultrajar. Y, en el fondo, como había un rédito a mis palabras de ayuda, eso aplacó un poco su paranoia. Sin embargo, nunca dejó de sospechar que yo era algo así como un agente encubierto a través del cual los Señores los vigilaban.
Pero una vez, la confianza endeble que estaba configurándose, desapareció para reaparecer de manera definitiva. Fue al segundo día después de la charla cuando sobrevino el caos. El Niño C había suspendido cualquier batalla. Había comunicado a los elegidos la situación en la que nos encontrábamos y dispuso que meditaran formas de supervivencia o estrategias de combate final. Parecía haberse resignado a que los Señores recrearían el cerebro en cualquier momento, a la brevedad, y él, mientras imaginaba a Sabios Locos produciendo cerebritos en serie en una isla lejana, no podía hacer nada, porque su campo de influjo era restringido. Los demás, acostumbrados a la batalla, sólo podían bosquejar ideas sueltas. Todas coincidían en comerse, destruir o en explotar los cerebros mediante colmillos, garras o rayos o fuegos.
El pico de la desconfianza fue provocado por el Niño F. Desde que mis poderes fueron puestos al descubierto, comenzaron sus jaquecas. Al principio, eran dolores periódicos que lo asaltaban en las noches y lo revolcaban en el suelo. El Niño C estaba muy preocupado y era lógico que su desconfianza, en parte, vinculara la coincidencia entre la enfermedad y mi aparición. Por las noches, los veía abrazados y dormidos en un rincón, mientras F saltaba en medio de pesadillas intensas o en picos de dolor.
Al poco tiempo, algo extraño comenzó a suceder, era como si su forma se hubiera puesto borrosa, turbia. El Niño C temía que fuese la misma enfermedad de su madre o, peor, que lo que él había contado fuera y ella lo estuviera llevando de a poco hacia el Sueño. Hasta que una noche su turbiedad dio lugar a un titubeo nervioso de holograma. Como si el cuerpo lo mutara en una suerte de parpadeo y, así, F deviniera otro que no se alcanzaba a percibir. Parecía una interferencia de pantalla trasladada al espacio vital. C buscó médicos lejanos que pudieran ayudarlos. Él se metamorfoseaba en aldeano –para evitar problemas con los registros–, se presentaba ante ellos y les pedía sus consejos o, más, una cura. Pero lo preocupante era que cualquier doctor al que consultaba le ofrecía la misma respuesta:
–Esto no puede ser...
Y el Niño C comenzaba a temer lo peor: que el Niño F fuese un invento, una mera proyección de sus deseos que ahora comenzaba a desvanecerse, dado el estado de estrés en el que estábamos. Nada de eso ocurrió. Porque cuando me enteré o, mejor dicho, cuando vi lo que le sucedía a F, la realidad se despejó ante mí como una tormenta electromagnética frente al viento Sur. Fue una noche serena en la que dormir se había hecho posible luego de mucho tiempo. Yo estaba maquinando alguna alternativa, procurando encontrar el modo de evitar el advenimiento de los cerebros que destruyeran al Niño C y que, además, me sacaran la exclusividad, por supuesto. Porque algo de narcisismo había también en mi necesidad de ser el único con esos poderes. No voy a negar lo evidente.
En medio de las cavilaciones estériles, una sombra comenzó a proyectarse en las paredes donde estaba sentado. Era F. Apenas la vi titubear bien cerca, la realidad se despejó y supe que el Niño F en realidad era una Niña F. Que el Niño C, desde el principio, había alterado la realidad en función de sus oscuridades. Se había enamorado de ella, en algún punto, de un modo platónico que desconocía. En cierto momento, sintió que ella necesitaba un contacto que él no podía darle. Y no porque le pareciera horrible. No. Sino porque el deseo no era provocado por un cuerpo de mujer. Necesitaba hacer de la Niña F un Niño. Y, sin conocer aún sus poderes, o la realidad de los elegidos, ése había sido el modo en que por primera vez hizo uso de sus facultades. Claro, cuando de repente vio a la Niña como Niño pensó que el Sueño le había concedido un milagro. No sospechó jamás que él la había mutado. No se le cruzaba por la cabeza.
Lo que siguió fue la confesión de la Niña F. Había venido a pedirme que detuviera el poder despejador que acaecía en su cuerpo, que ella necesitaba hacerlo feliz a C y que no podría de otra manera más que así, como Niño. Supe que mi posición era de lo más compleja. Cuando mi aro despejador astilló la ficción de la gruta, también había alterado la ficción de la Niña F. Todo lo que el Niño C había creado y que estaba allí dentro. Nada puede hacerse una vez que la realidad aparece, porque siembra todas sus dudas y en oleajes sucesivos, uno no puede evitar caer en ella, hundirse en ella, hasta volverse parte constitutiva. Una duda. Las horas del Niño F pasarían y con ellas vendrían las nuevas horas inevitables de la Niña F.
La luna llena enfrió la noche naranja. Varias aves negras cruzaron el cenit y lo apabullaron de gritos. Una mujer, era la primera vez que la veía, Luba se llamaba, se acercó a nosotros. Había escuchado nuestro diálogo. Sus curvas de loba destrozaron mis sentidos. Un olor profundo a sexo me desperezó la nariz. Sentía su necesidad, su aliento, descargarse en el aire. Dijo que ella acompañaría a F en la transformación y que había que comunicarlo a los otros, porque todos estaban temiendo que eso que tenía F fuera un brote de Virulencia. Como su madre. Estaban preocupados y al límite de la comprensión.
Las escenas que se sucedieron fueron rápidas y condujeron al último acto impreciso. Los elegidos se enteraron de lo acontecido. Sí. A pesar de las resistencias y del enojo de F, subí a la parte más alta de la gruta y expliqué la historia. El Niño C se negaba a creer esa “mentira” y me arengaba con insultos que mezclaron mi responsabilidad en los hechos con mis atributos de asesino peligroso. Asesino para él. Para todos los elegidos. Porque era un peligro para su arma más poderosa, la Ficción. Se agitaron los elegidos en la gruta. Pensaban que tenían que sacarme de entre ellos, porque yo ponía en juego la liberación del mundo.
–Al contrario –trataba de defenderme–, puedo serles útil para despejar maniobras de los Señores. Yo no supe en ningún momento que mi conversión podía afectar al Niño F o a C. Saben muy bien que puedo controlar mis poderes, puesto que, con el tiempo, nunca despejé las coordenadas de esta nueva gruta en la barranca, por ejemplo.
Un abucheo tumultuoso atravesaba el aire. C daba una caricia en la frente a F, que parpadeaba con mayor celeridad en los brazos de Luba. Ahora, el cuerpo de mujer parecía detenerse por más segundos en el parpadeo. Luba, con sus ojos intensos de placer, mojaba los labios con una lengua carnosa, perfumada, deliberadamente atractiva. La intranquilidad de los elegidos se desbordaba en gritos injuriosos, en arrebatos nerviosos de unos cuerpos descontrolados o a punto de descontrolarse:
–Lo que ocurrió aquella vez –intenté clamarlos– no dependió de mi voluntad, sino del trance en pleno proceso de conexión con el cerebro y la culpa, ustedes saben, supone responsabilidad; algo que yo no tuve porque ni siquiera abrí la caja por deseo, sino por accidente. No soy el culpable ni de haber encontrado ese cerebro. Y tampoco lo inventé –concluí.
El revuelo fue tremendo. Algunos se adelantaron y comenzaron a atarme con cadenas, mientras, decían, se discutía qué hacer. Los insultos, ahora, eran más enérgicos. Sentí golpes en el abdomen, patadas en las piernas. Suponían que no iba a saber quién las lanzaba. Los vi a cada uno. Medí la intensidad y el grado de afección de sus golpes. Capté el sudor que caía en la frente de cada uno, los gestos comprimidos de cada rostro, los goces descargados, las complicidades, los llamados a la violencia, los apodos irracionales, la agitación acumulada de niños unos encima de otros, las piernas dobladas y en punta, los puños cerrados, los ecos en la gruta, en el cielo, en el universo, en tus oídos. Hasta que me tomaron cuatro de ellos de los brazos y de las piernas –todavía tengo en la memoria sus sonrisas, plásticas–, a los tirones y me dejaron en una suerte de jaula que el Niño C había creado hace un tiempo. No quise –y hoy sé que fue un acierto– despejar esa ficción, porque todo iba a ponerse peor y temí que se desatara una guerra interna entre nosotros. No, no podía pasar. Dejar que los acontecimientos corran, hasta el momento oportuno en que comprendan que me necesitan. Ésa era la táctica.
Pero de inmediato, en la acumulación de los hechos, mi encierro pasó al olvido, porque F se volvió mujer definitivamente. Todos se horrorizaron con la transformación. Su cuerpo se deformaba en tintineos nerviosos de descargas eléctricas. Los senos se inflaban y se desinflaban, enormes. Y el rostro pareció descomponerse en diseños de verrugas, de piel, de músculos. Hasta que una cabellera rubia y resplandeciente encendió la oscuridad. Era hermosa. Verdaderamente. Y Luba a su lado la volvía más refulgente, mientras la sostenía como desmayada. En trance. La desnudez del cuerpo de mujer derramada en los brazos de la loba fue voluptuosa.
Enseguida, los elegidos hicieron un murmullo onomatopéyico de asombro y el Niño C sonrió.
–Se los dije. Soy más fuerte. Sigue siendo el Niño F. Mi ficción le ganó a la realidad.
Los demás no daban crédito a lo que oían. Era tan evidente que una mujer había ocupado el cuerpo de F, que lo que C decía no podía ser más que la confirmación de una locura que había surgido en medio de la peor de las situaciones. Pero no era locura. Era amor. Y entre la locura y el amor, si bien hay similitudes, las diferencias son un abismo. Porque el amor es noble, elevado, aplicado sobre un objeto o un cuerpo o un ser preciso y determinado, la locura es un exceso, un desborde cuyos fines trastornan al mundo en su totalidad. Era amor.
Una vez oí la historia de una ramita de la Zona Volcánica. En una fogata en el monte, me contaron que si uno dejaba una rama, pequeña, en una de las minas de la Zona, durante todo un invierno o durante algunos años, esa ramita se cubría de cristales resplandecientes que hacían que uno se olvidara que debajo de la sal no había más que una planta, ni siquiera eso, una ramita vulgar. El amor es esa cristalización. Y el Niño C lo confirmaba. Había cubierto de cristales de ficción a F y, aún cuando éstos habían sido estallados por el poder de la realidad ante todos, él no podía más que seguir viendo los tintineos brillantes.
Pero los demás no lo comprendieron así. Un grupo quería liquidarme, porque consideraba que yo era el responsable de arruinar la cordura de su líder. Otro, decía que el peligro era C, dada su locura. Nos encerraron a los dos. A los tres, en realidad. Porque ni bien F se repuso de su metamorfosis, se negó a alejarse de C y quiso que la encerraran con él en la misma celda que él había inventado.
Nada más fácil para C que romper aquella barrera; pero sin embargo, no lo hizo, porque, en medio del caos que los elegidos habían creado, era imposible pensar una estrategia de combate contra los Señores y el tiempo se acababa y prefirió el retiro del encierro. En la jaula alejada de los acontecimientos, suspendida en las alturas de la gruta, podría, tal vez, soltar mucho más sus ideas. Quedó en un estado de meditación en uno de los rincones de la cárcel. Le acariciaba el cabello a F, derrapado en sus brazos. La luna llena atravesaba un ojo de la gruta. Y la inactividad de la noche, nos puso en contacto. Cerca del amanecer. Como siempre ha acontecido. Cuando una voz de loba se oía en algún lugar del afuera, el Niño C se puso de pie, me palmeó en la espalda y me confesó que ya sabía cómo acabar con los Señores y que necesitaba de mi ayuda para pulir los detalles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario