martes, 20 de julio de 2010

III. LUBA

El mensaje


Cuando ustedes descubran este archivo, no sabrán nada de los Señores todavía; mucho menos de los elegidos. Sin embargo, es importante que comiencen a conocernos. Porque seremos su futuro. Según los cálculos de C, este documento se meterá en su red a comienzos del S XXI. Es mi legado. Mi historia como legado. La historia del futuro como legado, si es que eso no constituye en sí mismo una contradicción, un delirio. Tal vez, cuando lo lean, no le crean una palabra. Y lo comprenderé. Es tan abismal la diferencia con ustedes, que no queda otra alternativa que la desconfianza. Pero tienen que saber que de su creencia depende mi presente y la Historia.

Porque al fin de cuentas, de eso se trata todo, de la creencia en el presente de cada uno como historia. Apenas si pude extraer fragmentos de los testimonios del Niño C y de Despejador para adjuntarlos a este envío. Allí, según la selección que realicé de sus testimonios públicos, ustedes conocerán parte de lo acontecido. Tal vez no lleguen a comprender del todo quiénes eran los Señores o la omnipresencia de la ruculita. No importa o, en verdad, lo que considero que importa es que con esos relatos ustedes comprendan cómo hemos vivido esos acontecimientos que su presente desencadenará. Y a eso se reduce el envío: a actuar sobre el pasado como presente para hacer o, mejor dicho, rehacer el presente del futuro. Una especie de medicina, me dirán. Y tal vez estén en lo cierto.

No se engañen si parezco una más por mis palabras. No. Las orejas en punta detrás del cabello y.... Ni siquiera ocultarlas tiene efecto. Debajo de los guantes, por ejemplo, las garras esplenden y laten como partes inevitables de este cuerpo. Mucho menos pareceré una de ustedes en las noches de luna llena. Imposible.

Durante los días y las noches comunes paso desapercibida tras la ropa; pero como una mujer loba, la primera mujer loba de la cual la humanidad tenga conocimiento, ni bien el plenilunio acontece en la galaxia, sobreviene una fuerza que destruye todo a su paso –la ropa, la piel, la cara– para dar nacimiento a la Bestia. Y como cualquier Bestia, también pierdo el control, la cordura. Y nadie detiene esa fuerza que está en mí, oculta, latente, para descargar su hambre.

Anoche, por ejemplo, los elegidos me encerraron en la jaula de hierro. Porque ya saben qué soy capaz de hacer si aparece la luz de luna llena. Es una simple prevención. Hoy, cuando el sol volvió, también lo hizo mi tranquilidad. Desperté en la jaula, sudada, cubierta de heridas y de moretones que debo haberme provocado en el intento de escapar, irracional, olvidado ya o, apenas insinuado en las marcas del cuerpo . No los culpo. Tienen razón, toda la razón; al final de cuentas fui quien los puso al borde de la muerte.

De todos modos, saben, como yo, que no soy la responsable. No pedí estos poderes; no. Igual que ellos tampoco. Pero ni bien se dieron cuenta de lo que podía hacer, no dudaron en considerarme un peligro, aún más que Despejador. Porque él es un hombre, en cambio yo, una mujer, secundaria, intrascendente. En realidad, creo que ni bien Despejador dejó de ser un peligro aparente, yo ocupé su lugar.

Fue la noche de la Victoria. A partir de entonces, hubo un antes y un después. Aunque, es bueno aclararlo, como dice C, siempre hay causas que se remontan mucho más allá del momento que solemos rescatar como definitivo. Y me parece que uno de esos orígenes posibles fue la transformación del Niño F.

Allí conocí a Milton, en una visita a la aldea. El Niño C estaba desesperado y necesitaba hacer una consulta médica. Se disfrazó y nos cubrió de ficción a mí y a F para acompañarlo. Éramos tres aldeanos irreconocibles. Miraba mi cuerpo y deseaba, profundamente, que ya no hubiera marcha atrás con esto. Ojalá esa ficción durase para siempre, adherida a mi piel, a mis ojos, a mis garras. Yo, una aldeana común y corriente. Hasta el Sueño. Pero C, como adivinando mis intenciones, ya había advertido que me necesitaba como loba, que era una elegida y que no estaba dispuesto a transformarme para siempre. Esa tiranía que ejercía sobre mí, siempre me pareció despreciable.

Salimos de la gruta la tarde siguiente en la cual F comenzó con los síntomas. Nos internamos en el monte. Una miríada dispersa de olores, de latidos, de impresiones, sacudía mi rostro en tics nerviosos de deseo. Casi un gesto irreprimible. Oía los pasos de otros animales cuya sangre olía a delicioso. Palpitaciones en aleteo entraban por alguna parte y degustaba su carne entre los dientes. Un conejo, digamos, que se metía a su cueva, después de masticar pasto, con la sangre a todo bombeo en medio de la intensidad del gusto, un conejo, o algo, estaba en el costado y la mirada turbia doblaba mi cabeza, nerviosa, hacia allí.

Se movía. Me movían agazapados. Eran varios olores, sabores, deseos, ahí, en el bosque, todos juntos. El pulso histérico, acelerado. Desde las matas emanaban un aroma a muerte. A veces, uno en particular, todavía anónimo, despertaba un deseo intenso de babeo en las comisuras. Los tics de la mirada giraban en vértigos sorpresivos con los ruidos de las matas. La sangre ardía en una adrenalina nerviosa. En cualquier momento me arrojaba al bosque y lo laceraba. Aunque no perdía, no, el control como en las noches de luna llena; pero sí tenía íntegros, bien íntegros, mis poderes, mis impulsos. Los músculos contraídos de los nervios. La respiración agitada. Las garras en guardia oculta bajo la ropa. El Niño C miraba. En el fondo, percibía que no iba a salirme del camino. Pero de alguna manera incierta creía que bajo un plenilunio, digamos, perdería la razón y, quizá, él fuera una de mis víctimas. Su carne blanda, su fragancia intensa. Yo creía que él lo percibía.

A mitad de camino, oí un chasquido en la maleza. Era un movimiento electrificante que desplazaba a alguien o a algo, oculto. En realidad, eran varios animales que nos seguían, de cerca, en manada. Agazapados. No podía decirle nada a C, porque nos pondría en evidencia ante el registro de las cámaras. Mi poder quedaría develado y, acto seguido, una patrulla nos detendría. Entonces, sólo me dediqué a monitorear los movimientos con el olfato y con el oído. Cada vez más próximos. Y mi adrenalina y el deseo incontenibles. A punto de desesperarme en una carrera en pendiente. En la pendiente del crimen. El Niño F iba entre los dos, débil, famélico. A veces, desaparecía por segundos enteros y luego reaparecía como fantasma. En varias ocasiones, pude ver la mujer latente que se interponía entre él y su ausencia. Era el único que no me daba ganas de devorarlo. El único. Demasiada lástima, tal vez. O la intuición instintiva de una enfermedad contagiosa. No sé.

Cuando estábamos en la entrada de la aldea, los movimientos de la maleza se hicieron agitados. Había hormonas en el aire. Transpiración de ataque. Dientes mordidos. El olor era tan intenso que una contractura anudaba mi nuca a la espalda con un dolor apretado. Estaban ahí, dispuestos al ataque y, en un segundo, saltaron enfrente, sobre C. Mis garras estuvieron a punto de salirse de los guantes. Pero no. Eran aldeanos y, delante de ellos, con su rostro celeste y con su aroma dulce, estaba Milton. Un viento caluroso sacudió la escena y su camisa blanca. Algo que nunca había percibido ingresó en mis venas, recorrió el cuello, bajó por el abdomen, hasta las entrepiernas y, luego, explotó en calor, en delirio por todos lados, al mismo tiempo.

Milton se adelantó, tomó la palabra y nos comentó que era un guardia de la aldea. Desde que habían comenzado los rayos sin tormenta, los aldeanos habían decidido organizar una especie de seguridad que alertara sobre peligros posibles y que cuidase las entradas. Nos preguntó el nombre. El niño C dijo que yo me llamaba Luba. Que veníamos a buscar un médico, porque F tenía síntomas de una enfermedad extraña. Nos requisaron y, al no encontrar peligro aparente, nos dejaron entrar. Milton seguía en mi olfato, en la boca, en las venas como si fuera él mismo la luna llena que ahora picaba a gritos de algo. Algo todavía ahorcado; pero que estaba ahí para manifestar su intensidad. Y desde ahí adentro, eso de Milton seguía en mi cabeza y en mis ojos y no podía, no, mirar o pensar en otra cosa que en él.

Mientras hincaba adentro, eso, ellos nos acompañaron hasta el árbol del médico. Subieron C y F. Yo quedé en la puerta. Sola. Aunque no. Si bien Milton y los suyos se habían retirado, él estaba ahí. Sus latidos, su olor. O no, más bien, yo, o algo de mí, se había ido con Milton y lo abrazaba, lo envolvía en el monte con las ganas a rastras. Una especie de fiebre irracional comenzaba a afectarme. Por eso, cuando la noche llegó y, con ella, la luna llena, ese algo o ese eso se soltó en mí y no pude frenarlo. Fue justo después de que encerraran a C y a Despejador. Justo cuando F ya se había vuelto mujer y decidió acompañar a su pareja en la jaula.

Un grito apareció, agudo y estridente, desde mi garganta y, detrás de él, la desfiguración. El cuerpo se agrandó desproporcionado. Tenía la piel cubierta de pelos, las orejas puntiagudas. El rostro se alargaba en una de trompa por la cual se filtraron los colmillos. Y las garras adquirieron la forma de conos vidriados filosos y largos, con mayor facilidad para el tajo. Los demás elegidos se agolparon en torno de mí. Algunos quisieron lanzar su poder para detenerme; pero era demasiado peligro. Mis garras se movían a miles de kilómetros por segundo y desgarraban cualquier movimiento adrenalínico que se precipitara sobre ellas. Heridos, los elegidos fueron cayendo uno a uno en el suelo de la gruta, hasta que no quedó nadie en pie y pude soltar la Bestia en el monte. Todos ellos al borde de la muerte. Por mí. O por la Bestia insaciable. Pero en ese umbral donde la nada se hace real. Y, así, ¿cómo no comprender sus medidas precautorias, sus sistemáticos encierros posteriores?

Salí, con la luna sobre las mandíbulas y la espalda, en medio de una noche flúor diáfana, sin viento y silenciosa. Un olor a Milton llenaba las glándulas salivares, el sexo, las ansias. Una lengua babeada. Era intenso, como carne dispuesta a la degustación, irresistible. El monte abría distancias que la loba atravesaba en corridas y saltos desesperados. Ni las aves nocturnas, o las fieras, se acercaban a mi rastro. Era el miedo. Yo. El horror de la noche.

Cerca de la aldea, la agitación de Milton adentro de uno de los árboles. Al igual que yo, él estaba ardiendo de deseo, podía percibirlo. Quizá en un arrebato de alcohol o de goce o tal vez… Pero no, debía ser yo quien... No podía ser.

Trepé. El cuerpo zigzagueante en el afuera. Los ojos que buscaban su rostro en la oscuridad. La luz de uno de los ventanales proyectaba sombras. Había alguien con él y mis ganas se incrementaban, incontenibles. Miré. Era una mujer, no mayor que él, que lo abrazaba, que le tomaba la mano y se la llevaba a los labios. Milton le acariciaba el rostro, los senos, los brazos. La agarraba de la espalda y la frotaba contra él, como en un baile hipnótico, a punto de morir o de nacer o de quién sabe con los dos pulsos que se aceleraban cada vez más.

No pude contener la furia en alguna parte. Más intensa que con los elegidos. Astilló las barreras de lo humano en mi cabeza, igual que los cristales de la ventana, cuando cayeron estridentes y en pedazos sobre el suelo de la morada en el árbol. Milton quiso tomar su pistola. Pero un movimiento de loba furiosa saltó sobre él hasta desmayarlo en contra de una pared. La mujer gritaba desesperada en medio de la escena. Sentí cómo millones de palpitaciones comenzaban a inquietarse afuera, en los otros árboles. No sabía qué hacía o sí; pero era imposible parar. Una fuerza que desbordaba todo, hasta la percepción, hasta las mordidas con gusto que se daban en las carnes de mujer, los garrazos, la degustación. Sólo movimientos que se acercaban, allá debajo de los árboles, me hicieron reaccionar. Eran muchos peligros juntos. Salté nuevamente la ventana y me di a la fuga, en medio de disparos de los aldeanos y de sus láseres que se apagaban en la maleza.

Al otro día, desperté en el interior de la gruta. El Niño C y Despejador me miraban, azorados, allí tirada. F se acercó, me tomó en sus brazos y me llevó hasta un lugar donde pude descansar. De alguna manera que ignoro, mientras F me llevaba, pude ver que los demás elegidos se habían recuperado de las heridas de la noche anterior y que estaban en medio de una convulsión generalizada, en movimientos sincronizados, como maquinando algo. Pensé que, en realidad, todo había sido una pesadilla. Que, incluso, el arresto del Niño C y de Despejador, lo habían sido. Pero no. Cuando F me dejó en una de las camas, me contó que estaban preparando el último ataque a los Señores, que de esto dependía nuestro destino.

No, me dijo que no había soñado. Que había combatido casi hasta la muerte con los elegidos; pero que C y Despejador, en lo poco que duró el encierro, habían ideado un plan para evitar nuestro fin y que, ni bien pulieron los detalles, decidieron salir de la jaula. Muy simple, me decía, el Niño C la destruyó igual que la había construido y, apenas vio el tendal de cuerpos que habías dejado, puso manos a la obra y sanó a cada uno mediante una curación instantánea que ideó. Por eso, los elegidos le volvieron a tener respeto. A él y a Despejador. Porque estaban en deuda. Y más, cuando les contó el plan.

–Pero ahora, dormí un poco, que vas a tener que ayudarnos después; descansá –dijo F y yo no pude más que volver a cerrar los ojos, débil y dolorida como estaba.

Cuando desperté, tuve la clara consciencia de lo que había hecho. El gusto a esa mujer en la boca, a sus vísceras y a su muerte no dejaban de reaparecer en una especie de epifanía biológica que me atormentaba. Hasta el día de hoy no dejo de pensar en mis muertos. Porque si este poder nos liberó a muchos de la tiranía de los Señores, también para otros fue su ruina. Para mí, con el tiempo, y mucho después de los acontecimientos que estoy contando, adquirió la forma insana de un purgatorio en el cual, por criminal y por viciosa, me ponían alrededor de un pino invertido con cuerpos deliciosos colgantes a los que miraba, desde abajo, sin alcanzar. Ésa era mi tortura. La consciencia del deseo sin satisfacción.

Al principio, recuerdo, me traían un poco de rúcula para calmar las ansias. Pero el vómito era inminente. Con el tiempo, C comprendió que sin carne, no iba a poder saciarme siquiera un poco y que moriría de hambre. De modo que comenzó a crear algunos cuerpos que me permitía devorar sin que los demás supieran. Yo hablé y hablo mucho con él al respecto y siempre, cada vez que le digo que eso es horrible, él me contesta que, dada mi importancia dentro de los elegidos, no puede dejarme morir de hambre. Además, los cuerpos eran destinados a mi saciedad y no hubieran existido de otro modo, asegura C. Y convencido. Al menos así, él les da unos minutos de vida. En realidad, es más tajante; según él, yo les otorgo su tiempo; yo soy su dios, su causa y su destino.

Sin embargo, el día que desperté del primer crimen, la culpa fue tan profunda que, casi, no pude levantarme de la cama. Fue la precipitación de la Revolución la que disolvió la sensación insana, al menos por unos días. Todo comenzó con un toque de queda que sonó estridente y una agitación que se hizo perceptible. Tuve mucho miedo y, por impulso de adrenalina, me levanté, dispuesta al ataque. Las garras colgando afiladas al costado. Los ojos achinados. La boca ensalivada. Pero no. Caminé, más calma, tratando de contenerme, hasta corroborar qué pasaba, qué era esto.

Al llegar donde había visto trabajar a los elegidos, noté que habían corrido las burbujas para despejar un espacio que daba justo al ojo de luz central de la gruta. Desde una plataforma, Despejador y el Niño C nos miraban a todos. En un momento, el Niño C hizo unos movimientos extraños y una onda de ficción creó en el sitio un aparato enorme, rarísimo. Tenía una especie de megáfono que daba a la abertura del techo. Unos líquidos de colores recorrían tubos traslúcidos que se enroscaban desde la base con forma de caracol marino de cristal. Había dos ranuras en esa base, con la forma de un par de manos. La sensación fue tan extraña que perdí la posición de alerta.

De inmediato, explicaron el plan y, a la hora, ya estábamos ejecutándolo. Toda mi humanidad enfriando la Bestia. Seleccionaron cuatro jinetes entre los Niños, que deberían dirigirse cada uno en dirección a los puntos cardinales hasta la isla de una zona volcánica en medio del océano. Entre esos cuatros, estaba yo, Luba. Los otros eran Chitara, el Niño G y Flash. Los que más rápido nos desplazábamos, por condición genética, dada la celeridad que requería la ejecución y la sincronización del plan. La orden era sencilla, debíamos llegar a la Isla y destruir el laboratorio donde Despejador había detectado que producían más cerebros anti-ficción.

Para eso, El Niño C nos haría Jinetes Titanes. Lo que sí, algo que nunca se nos había pedido, era necesario que, en nuestro paso, sembrásemos el terror en los humanos; que los desestabilizáramos con el acto de volvernos visibles para que las mentiras de los Señores fueran puestas en evidencia o, al menos, fueran empujadas a la duda. Por eso, cada uno hacia un punto cardinal diferente.

Al principio, no comprendíamos cómo C iba a lograr mantenernos agigantados, apenas nos alejásemos del perímetro de su alcance. Pero ni bien nos impartió las órdenes, puso las manos en la maquinita recién creada y nos descargó su poder de alteración. La máquina le permitía al Niño C difundir el radio de su poder. Si no tenía la fuerza suficiente para cubrir todo el planeta, sí podía traer a lo real un aparato que aumentara su alcance. Y así lo hizo. Ése era el plan. El Proyector, como le pusimos.

En poco tiempo cruzamos el planeta hasta la isla volcánica. A nuestro paso, los aldeanos y los volcánicos nos miraban y comenzaban a correr desesperados. Desde arriba, parecían hormigas nerviosas que estaban defendiendo el ataque de su hormiguero. Según me contaron, la velocidad de Flash y de Chitara producía tornados a su paso. Las manos trompetas de G, formaban un az melodioso que proyectaba una pasarela ultrasónica y transparente en forma de pentagrama que lo trasladaba a la velocidad del sonido, mientras aturdía al mundo con un ruido apocalíptico. Mis garras, filosas al mínimo contacto de los domos, penetraban como estalactitas fantasmales y gigantes los escudos. Un ejército de Primes intentó varias veces detenernos; pero nuestras dimensiones eran tales que caían sobre la tierra hechos escombros.

Era la primera vez que la humanidad descubría que existíamos y que los Señores tenían un ejército de Primes. En las redes, inmediatamente, comenzó a resurgir la historia de los elegidos y, según me contó F, mientras los cuatro Jinetes Titanes nos desplazábamos hacia la planta de cerebros, los canales de la red se saturaron con suposiciones y archivos donde se hablaba de nosotros. La verdad, latente y oculta, se hacía presente como una mujer loba en noches de luna llena.

En minutos, llegamos a la planta de cerebritos en la isla volcánica. Descubrimos que tenía tubos metálicos que la conectaban, por debajo del mar, a diferentes zonas del planeta. En red. Mi primera mordedura, fue a los mismos. Mi primer garrazo, también. Adentro, había millones de cables que, desde mi perspectiva, parecían hilos de ropa; pero que, si hubiera tenido el tamaño normal, habrían sobrepasado mi estatura en dos o tres veces. Pequeñas descargas de electricidad picaban las encías. Y eso era como más energía para la fuerza, como si en esas picaduras, algo se accionara en mí hasta la necesidad de aniquilarlo todo, de morder, cortar, patear, masticar, escupir, abollar el hilo de cables.

Allá lejos, El Niño G rompía con sus manos-trompetas las paredes de la planta, a todo ruido, mientras millares de burbujas y de Primes comenzaban a salir desde le fondo del océano. Fue así que Chitara y Flash provocaron un huracán gigante, al correr a la velocidad de la luz en círculos, con los cuales envolvieron a los Primes y a las burbujas hasta aprisionarlos. La pasarela de G se elevó en el aire y, como en un acto final y con los pulmones henchidos, descargó el sonido más potente, hasta destrozar por completo la isla de la zona volcánica. Entonces, mientras el huracán giraba y giraba como una cárcel de aire y yo terminaba de destrozar los cables como juguete rabioso, llegó una onda que pareció sacudir el planeta, tensando y destensando la materia que encerraba, plegándola y desplegándola.

Y de inmediato, nos volvimos a nuestros tamaños normales y caímos en el mar. Mis instintos de animal pudieron mantenerme a flote lo suficiente como para que el Niño G me cargase en su pasarela de sonido. Luego, rescatamos a los demás Jinetes Titanes. En ese trance acelerado de actos, unas imágenes y palabras se metieron dentro de nosotros. Todo, desde la farsa del clima, hasta la historia oculta de los elegidos, de su escape y de la lucha por sacarnos del sistema señorial centrado en la ruculita, fueron puestos en circulación, como por contagio, en nuestras cabezas y en las de la humanidad. Allí comprendí que el Proyector no sólo era capaz de difundir la ficción, sino también la realidad y que había sido Despejador quien lo había usado ahora.

Decidimos volver a la gruta y a nuestro paso, vimos cómo otra Revolución se había puesto en marcha. Los humanos de las zonas volcánicas rompían las conexiones a las redes y destrozaban los tubos centrales a través de los cuales llegaban las rúculas. Otros se reunían en plazas circulares en medio del monte y agitaban sus brazos, mientras eran aplaudidos. Otros asomaban nerviosos sus ojos entre los ventanucos de sus moradas.

Cuando llegamos a la gruta, luego de varias horas de viaje, pudimos ver, a través de las pantallas, cómo los acontecimientos se precipitaron. Los Señores habían migrado en naves espaciales que despegaron desde la sede de la Coalición en Paraná. El plan había sido perfecto. El proyector no sólo le permitió al Niño C destrozar las amenazas para su ficción, sino que, además, había liberado a los humanos a partir de la difusión de la realidad.

Según F, habían discutido mucho los matices del plan. Porque podrían haber simplemente suplantado la ficción de los Señores por una alteración provocada por el mismo Niño C; es decir, podrían haber implantado una nueva ficción. Pero a eso lo juzgaron demasiado peligroso, porque les daría a los elegidos un poder sobre los humanos que los colocaría en el mismo lugar de los Señores y, con eso, no estaban dispuestos a negociar. Finalmente, se impuso la idea de revelar de golpe la realidad, a partir de señales apocalípticas previas.

En medio del desconcierto que los Jinetes Titanes provocaríamos, las mentes se volverían más receptivas para las respuestas y, entonces, Despejador podría proyectar la realidad. Lo que hicieran los humanos con eso, dependía sólo de ellos. Y, si bien en esto había un riesgo, porque los humanos podrían haber decidido, a pesar de la verdad, quedarse al amparo de los Señores; de esta manera, El Niño C y Despejador les daban un margen de libertad, de decisión, que a ellos los sacaba de la posición de poder, entregándoselo enteramente. Era un acto de bondad, podría decirse; pero no. Era un acto de libertad máxima y, por lo tanto, demasiado interesado para ser bueno. En efecto, porque de esa forma, lo único que hacían los dos líderes de los elegidos eran garantizarse su propia libertad, para garantizarnos la nuestra. Esa libertad que los señores le habían sacado y que, si nos ponían en la misma posición de poder, los humanos nos la hubieran quitado, haciéndonos vivir para gobernarlos.

El problema nació entre los elegidos, ni bien cayeron los Señores. Y esta es la parte crucial de mi testimonio, la que determinó convencer a C para que, si mis sospechas se confirmaban, él alterase el tiempo y les hiciera llegar este archivo. Por lo tanto, quiero que se entienda bien, si ustedes están leyendo esto, es porque las cosas nimias que aquí comienzan a delinearse, se han desarrollado hasta el peligro, otra vez.

Durante la Reconstrucción, los elegidos decidimos que lo mejor era mantenernos distantes de lo que resolvían los humanos y que, si requerían nuestra ayuda, podríamos colaborar. Fue una especie de decisión conjunta. Incluso, los elegidos de otras granjas del mundo, se sumaron a nuestra propuesta, porque nos consideraron sus líderes, sus redentores. Era una especie de reconocimiento a quienes habían logrado sus libertades.

El problema era yo, o mejor, éramos yo, Milton y Despejador. Pero en esto, creo, la culpable es la Bestia que anida en mí y que vive plena en las noches de luna llena. Porque puede parecer insignificante; pero las grandes gestas, la Historia, se anuda, se fantasea, se define en las pequeñas historias. Las únicas que le dan sentido a aquélla para adquirirlo ellas mismas y hasta incluso para perderlo. Y ahora me ven, desesperada para que este mensaje llegue. Porque sé que esto que ha comenzado a gestarse, algún día puede derribar la esperanza, la nueva vida.

Ni bien se despejó la realidad a través del Proyector, también mi historia se reveló a todos. A los elegidos, a los humanos. Y fui, en contra de mi voluntad, la Bestia. O sea, lo único que quedó de mí para los demás fue la Bestia que mata por celos a una pobre mujer en una noche de luna llena. Si los elegidos eran considerados cuasi dioses a los que se rezaba e imploraba favores o protección, yo era uno de los motivos para protegerse en el nuevo mundo. Usaban mi presencia o mi recuerdo para imponer terror a los niños, o era motivo de reflexión sobre la perversidad humana. De este modo, tuve que acostumbrarme a salir sólo por las noches, cuando las sombras naranjas y flúor desfiguran la percepción y nos vuelven irreconocibles.

El Niño C y el Niño F eran los únicos que no me juzgaban y con ellos había trabado una amistad que nunca pude tener con los demás. Mucho menos, con Despejador. Desde que supo lo que hice, su trato hacia mí varió. Yo no sospechaba siquiera, hasta entonces, que él tuviera sentimientos por mí. Pero de alguna manera, los acontecimientos, su conducta, su pulso acelerado a partir de mi presencia, su fiebre, me hacían sospecharlo. Recién lo confirmé cuando pude acceder a sus memorias públicas. Las reflexiones, las loas y las narraciones de mi encuentro con él, abundan en fantasías eróticas, en expresiones melosas de cursilerías.

Por eso, sé que él tiene que ver en lo que pasó con Milton. Una semana después de la Revolución, su cadáver fue encontrado en la orilla del río. Tenía todas las señas de haber muerto de miedo, ante la visión descabellada de algo que, frente a sus ojos enormes, lo dejó literalmente sin respirar. Esa noche, tuve una pesadilla ahorcada, en la que vi y percibí su ausencia, su respiración disminuyendo, el Sueño entrando en su mirada, el horror. En la imagen onírica había una presencia invisible que, sin embargo, podía reconocer. Era una sensación extraña y, ni bien Milton cortaba sus latidos, con el río que seguía, sin embargo, fluyendo por detrás, desperté y no pude contenerme. Sabía que esa pesadilla era real. Salí en la noche hacia la rivera. Luego de deambular varias horas, di con su cuerpo, adherido a la arena. Unas huellas diminutas y deformes se prolongaban hacia el este, hasta desaparecer entre los espinillos.

Las estrellas precipitaban su luz a través del cielo. Un silencio merodeaba entre la corriente con camalotes amarillos y entumecidos. Lo abrasé y lo lamí hasta que no hubo más lágrimas y, cuando llegó la patrulla del Gobierno Humano, supe que estaba en problemas. Me responsabilizaron de todo al principio y estuve semanas detenida -hubiera podido escapar; pero sabía que de ese modo, ibana condenarme sin iniciar ninguna investigación. Lo hicieron de todos modos, porque mi rostro recorría la red como una leyenda: Luba, la Bestia asesina. Hasta que, por suerte, los registros fílmicos del domo determinaron que no era yo quien había cometido el crimen. En ellos se podía ver cómo una sombra mucho más pequeña que mi cuerpo, aparecía en la imagen, se ponía frente a Milton y con una imposición de manos, le hacía algo. Era un hombre o una mujer con capa negra. Sus manos enguantadas enfrente de la cara de la víctima, sin contacto. Milton pendulaba el rostro frente a los guantes y, acto seguido, caía en el Sueño. Se derrumbaba como un muñeco sobre la barranca, mientras un oleaje le cubría las piernas. Fin de la grabación. Y fui libre otra vez.

Cuando volví a la Gruta, C y F salieron a recibirme. Me dieron un abrazo, mientras los demás miraban desde sus rincones y lanzaban sonrisas tímidas de aliento. A pesar de eso, nunca los sentí tan distantes. Y es comprensible, mi caso había puesto en duda la bondad de los elegidos. Se discutía sobre nosotros en todos los portales de la red. El problema resultaba, además, de orden práctico. Para muchos, no debían usarse las leyes humanas en nuestra contra o favor, sino dejarnos un orden alternativo de justicia, administrado sólo por los elegidos. Era el principio de nuestra autonomía. Pero para otros, la cuestión no era esa, porque éramos, por definición, una proyección de lo humano, un antropomorfismo extremo.

De todas formas, eso es lo más intrascendente o no, pero a lo único que apunta mi historia es a la línea divisoria que ya existía entre nosotros y los humanos, desde mi asesinato de la mujer o desde este otro. Entre los más poderosos y los indefensos. Una línea divisoria que sólo eso que se llama amor es capaz de desestabilizar, de llevar a sus últimas consecuencias. Y en ese punto, es capaz de poner en primer plano, nuestra tiranía. Porque la muerte de Milton también fue por amor. Despejador, estoy segura, fue quien decidió eliminarlo para no tener competencia.

De la culpabilidad de Despejador, me di cuenta cuando fui a la gruta, luego de mi encarcelamiento. Él no salió a recibirme. Y, apenas ingresé allí dentro, un olor a Milton impregnó el olfato. La sangre empezó a desplazarse con mayor intensidad. El deseo de loba despertó y, desesperada, salí en busca de mi hombre. Recorrí todos los corredores de la gruta, enloquecida. Pero no podía dar con él. Sin embargo, el olor estaba allí, como un rastro que desplegaba un hilo invisible en un laberinto. En un lugar, del otro lado del lago, el olor se incrementó hasta volverse presencia. Milton, o mejor dicho, su olor, estaba en las manos de Despejador y no pude evitar lamerlas, olfatearlas, hasta el éxtasis de la desnudez, del jadeo, de la desesperación.

Cuando volví a la realidad, sobrevino el asco. Y la consciencia. Porque si yo soy una Bestia y si Despejador es el que hace perceptible lo real, mi parte humana no pierde la memoria. Nunca. Y despliega por ella un conocimiento oscuro y terrible. Si Despejador había matado a Milton, si yo había aniquilado como una presa a la mujer que le entregó su sexo, la humanidad e, incluso, nuestro futuro, la historia del futuro, estaba en peligro. El amor, lejos de salvarnos, como presuponía el Niño C, era también capaz de condenarnos a explotar una parte siniestra: la del beneficio de nuestro poder sobre el más débil. Si esto sigue así, si los elegidos nos enamoramos de los humanos, puede sobrevenir el horror o la desaparición de la especie o del planeta, por pura imprudencia y exceso de poder, de nuestros poderes.

Porque si el amor era correspondido, como en el caso de C y F o, como entre Flash y Melania, una mujer de la aldea, la convivencia era posible sin conflictos. Pero si el amor no lograba su objetivo, su meta, algo en nosotros, en los elegidos, era capaz de despertar un sentimiento de rencor que escapaba a toda posibilidad de control voluntario.

He llegado a creer que mi caso no es el único. Los asesinatos extraños de aldeanos se han incrementado en los últimos tiempos y temo que todo acabe en una nueva guerra que destruya el mundo o, peor aún, a la humanidad, condenando la Tierra al poder despótico de unos raros como nosotros. Por eso mi necesidad de que este documento llegue a Ustedes. Y de que circule. Tengo confianza de que Zevi y el sabio Loco accedan a él, antes de que nos inventen. Por prepotencia de circulación, deben leerlo.

Y esa es la razón por la cual envío este mensaje por escrito, porque sé que la escritura es la única que genera confianza en su tiempo. Si ustedes vieran mi imagen en una simple grabación o en un registro electrónico, desacreditarían la realidad o, peor aún, se horrorizarían y no estoy dispuesta al rechazo, otra vez. La escritura me oculta, a pesar de la exposición.

Es cierto que de esto pueden decir que no es más que una novela. Pero confío en la lectura, porque su linealidad y su pérdida de tiempo obligan a detener el pensamiento para ganarle al tiempo y durante ese vacío llenarlo con la producción de imágenes o de otros rostros que, tal vez, no sean los nuestros, pero siempre serán peores o mejores en la transmisión del mensaje, puesto que los obligará a reconstruirlo. Y en esa reconstrucción ya estarán pensando las alternativas. A nuestro mundo, a este problema. Y sabrán que esto no es literatura. Es.

Sé que no es fácil lo que pido; pero esta Bestia, minimizada y demonizada, tiene que intentar poner las cosas en orden. Quien me esté leyendo, debe garantizar que este mensaje llegue a Zevi o al Sabio Loco. Sé que, a lo mejor, ni siquiera los conocen, o que no saben en qué lugar del planeta están. Lo único que les pido es que hagan circular este testimonio. No sé cómo. Los modos de hacerlo deberán inventarlos. Tal vez, colgándolo en la red y reenviándolo una y otra vez. O no, quizá mediante su publicación en un libro. Desconozco los modos en que puedan hacer que la palabra se proyecte en el mundo. Es tan distante el presente del pasado como el futuro del presente que no sé siquiera, si esos medios existen en el momento en que me están leyendo.

Pero sí sé que a este archivo deben acceder Zevi o el Sabio Loco. Quizá, ellos, con eliminarnos esa cuota genética capaz de hacernos amar, nos re-transformen. Si nos volvemos máquinas, no importa. No quiero sufrir ni hacer que los demás sufran por mí. Tal vez, con eliminarme de los planes de sus elegidos futuros, baste. Pero temo que cualquiera puede reemplazarme y que estos poderes tarde o temprano le jugarán en contra a la humanidad. Incluso desconfío que la ausencia de amor pueda solucionar algo. ¿Pensar en eliminarnos a cada uno de los elegidos directamente? Lo he considerado una alternativa. Pero tampoco creo que sea la solución; porque eso implicaría perpetuar las mentiras de los Señores y de sus crímenes.

Y entonces, qué hacer, si el máximo bien genera su propio mal, permanentemente, en cada movimiento de la historia y en sus relatos? ¿Detenerlo todo? No lo sé, no lo sé y, ahora, cuando estoy terminando estas palabras, comprendo que incluso el amor es así. El amor es como los elegidos: capaz de lo más hermoso, pero también de lo más horrible. ¿Y qué hacer, insisto? ¿Sacarle al amor esa cuota de perversión? ¿Pero lo perverso, acaso, está en los genes y con una simple manipulación se puede eliminar? No sé, eso es lo único certero de esto; pero intuyo que si el testimonio llega a nuestros creadores, ellos sabrán resolverlo a pura imaginación hasta inventar o reinventar la realidad. Sé que es posible.

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