martes, 20 de julio de 2010

I. El Niño C

I

El viaje


Hacía una semana que el pá se había ido. Y nada de trabajo. No. Se subió a la burbuja móvil y desapareció en el aire. Seguro que tenía que arreglar unos asuntos, me decía la má dubitativa y sentada en la computadora vieja cuando elegía el menú para el mediodía. Había algo raro. No era simple capricho, era la fuerza de la sensación de un ahogo o, peor aún, de un desastre que parecía estar ahí, como apretado debajo de la puerta a través de la cual llegaban luces rosadas del amanecer. O eso recuerdo que pensaba entonces, ahora que sé cómo son las cosas. No importa. El pá se había ido y estaríamos tranquilos, al menos hasta que volviera. Y esto era lo que creía en aquel momento; hoy me parece haber hecho el papel de un idiota prototípico, se los juro.

La má comía con ganas y trabajaba empaquetando ruculitas con una risa nerviosa; las mandaba por los Tubos de transporte, feliz como si la ausencia del pá la excitara desde el sexo a la cabeza. Me acuerdo que le mandaron al correo del computador el doble de permisos en la semana para encargar almuerzos, cenas, limpiezas, ropa, baños. El doble. La felicidad le había rendido materialmente y había conseguido aumentar el trabajo de empaquetado para las plantas de exportación interestelares.

Era raro el viaje del pá. Tanto que hasta llegué a pensar que él se había ido para siempre, después de la pelea de la víspera anterior. Que nunca más volvería en la noche flúor a dejar su burbuja rodando en la ladera, entraría a la cueva a los gritos, después de que la má, medio desnuda, se levantara a abrirle la puerta porque él, de borracho, no podía introducir el código en la cerradura. Mucho menos, creía, recomenzarían las peleas y los láseres que dilaceraban las paredes, la mesa, las sillas, la carne de la má. Y yo, con las manos en los oídos de tanto ruido en la cueva, por todos lados, mientras él decía que era Blade y ella una vampira a la que le arrancaría los dientes, por despreciarlo y por dejarlo ahí afuera hasta tan tarde. Todas las noches así. Una sucesión de escenas caóticas que variaban apenas en unas pocas palabras o en giros más o menos dramáticos en los que me levantaba o no de la cama y ella lloraba o gritaba o pedía conmiseración.

La noche anterior, sin embargo, algo se había roto. Me di cuenta de eso enseguida, apenas la escena comenzó con el ruido de la burbuja que se caía por la ladera y que se estrolaba, seguramente, en los gajos de los matorrales de los cuales, al otro día, tendría que bajar a rescatarla. Una bronca, no horror, bronca profunda y una fuerza de romperlo todo se acrecentó en el cuerpo. Enseguida los gritos. Puta de mierda, ¡abríme! Decía la Voz. Los pies descalzos de la má pasaron por debajo del marco de una puerta diminuta en la cual se refractaba una luz aceitosa y naranja. Un clic en la manija y un ruido de caída. No supe de quién. Pero de sólo pensar que era la má, la bronca empezó a palpitar más fuerte, increscendo a cada segundo, como si el cuerpo estuviera a punto de estallar y de astillar a todos aquellos que lo jodieran. Tomá, tomá. ¿Te gusta? Ahí tenés… Y un chac a palma abierta en alguna parte de la má y otra vez el ruido de caída.

No pude aguantar, no. Mis manos se desprendieron de los oídos y las piernas dejaron de estar en cuclillas sobre la cama para tocar el piso. Los puños se cerraban y mis brazos se torcían en ángulos agudos hacia el mentón. Salí por el marco de luz aceitosa. Debió ser sublime la toma. Guardada en las cámaras de seguridad de la red social, en algún archivo perdido que verán en el futuro para curar los linajes con defectos genéticos de convivencia. El mío, perdido para siempre, seguramente exterminado.

Salvo que todos se detuvieran en esta escena en la cual el Niño C aparece y lo ve al Borracho sobre el vientre de La Madre, con los puños a punto de descargarse en el mentón derecho y, entonces, justo entonces, él lo empuja y aquél cae en contra de la parte inferior de la reproductora de imágenes con la cual se golpea la cabeza y se duerme, sin poder asestar un solo golpe más. El Niño C con la furia sin descarga, apretada en las manos. Y atan al pá, por las dudas de que se despierte, hasta que se le pase el pedo, la violencia, hasta que la má se recomponga de las heridas en el rostro, en las piernas. Sólo ese pequeño acto de justicia podría salvarlos en el futuro de la mancha del hombre dormido de alcohol en el piso.

Al otro día, el ruido de cadenas a rastras nos despertó y los gritos del pá desde la cocina que pedía agua. Estaba deshidratado de alcohol. Con la lengua seca. Tirado debajo de la mesa, lo vi. Y me preguntaba por qué carajo estaba ahí, quién le había hecho eso. Y yo le dije –yo, aprovechando el olvido– que no sabía cómo había terminado así ni quién le había hecho tantas marcas de cadenas en la cara. Que le dolían los huesos. Se hizo el desentendido, ahora me doy cuenta. Porque sabía, sabía todo, cada una de las cosas que habían ocurrido en nuestra cueva. Todo.

Lo ayudé a levantarse. La má se curaba las heridas en el baño. Le aflojé las cadenas y le di agua. Entonces, mientras lo distraía para comprobar su lucidez, esperé impaciente los signos de que ya no era el otro. Y no. Estaba en sus cabales. Así que lo largué. Se puso de pie con una mano en las caderas y me miró fijo. Desafiante.

Cantaban los pájaros y sonaban las sirenas del trabajo. Un sol de verano volcánico comenzaba a largar bocanadas de vapor en las laderas. El horizonte puro humo de la tierra incinerada. Y las primeras burbujas móviles que se disparaban en puntillismos grises en el cielo flúor. Hacían un ruido de flotaciones infinitas, de una gran máquina que se desperezaba y que volvía a lo real, que caía en lo real, para darle arranque, inicio.

Tal vez, iban a los campos de ruculitas, tal vez, a las lavadoras de ruculita, tal vez, a las deshidratadoras de ruculita o a los transportes de ruculita o a las distribuidoras de ruculitas; no se puede ser preciso, de ninguna manera, porque la ruculita está en todas partes y nos interpela. Basta con nombrarla y aparece por los Tubos o imaginarla o desearla, para verla en cualquier parte. Por eso, de tanto estar en todas partes, uno nunca sabe dónde está verdaderamente. Lo cierto es que se quiera o no, cada una de las burbujas iba al encuentro de la ruculita como si de ese encuentro dependiera además la existencia de esa misma ruculita que, sin embargo, existía. Era.

A pesar de lo que decía la má, supuse que el pá hacía lo mismo. Que cuando abrió la puerta y desplegó la pantalla de manejo de la burbuja, tantos botoncitos, tantos colores y coordenadas eran para ir al encuentro o a la parición de la ruculita. Pero no. A la tarde le llegó el mensaje a la má. Ese mismo día. Se había ido por una semana. Nadie sabía para qué, hasta que llegó el día de saberlo. Por supuesto. Pero si vieran la alegría de la má. Las ganas con que hacía las transacciones en el Servidor, o respondía los mensajes de los Señores, o reduplicaba el esfuerzo en el trabajo. Ojalá hubiera sido siempre así.

El día de saberlo, un pájaro cantó intenso en el atardecer. Como si el canto se hubiera tragado el día, la luz, y sobreviniera la noche. Fue el pájaro. Una señal o no, a lo mejor, el trasfondo. Como en los virtualities; la música necesaria para acompañar un momento de desaparición, de despojo. Me acuerdo cuando a Verónica, en el virtuality La Loba de la ladera, están a punto de descubrirle que siempre había usurpado la identidad de la hermana gemela para cometer sus crímenes. Entonces, un ruido de bestia metálica ruge en la proyección y, enseguida, sus padres y todos vemos cómo se quita el disfraz y confiesa. Así me apreció aquel canto de pájaro. Puro artificio para denotar que algo se venía, algo tan siniestro que no podía soportarse sin advertencia; y estaba ahí. En la sucesión de ese efecto, de ese grito fantasmal.

La má sonreía sentada a su servidor. Había engordado por lo menos cinco kilos esta semana. Sí. Cinco. Se la pasaba comiendo porquería que le mandaban por los tubos. Para estimularla. O no, para impedirle levantarse por el sobrepeso. O no. Porque había un sistema de premios-castigos que lo sostenía todo. O no. Pero lo cierto es que ocurría. Los porqués resultan insuficientes ante el peso de los acontecimientos. Llevaba puesto un vestido floreado. Marroncito claro. Me acuerdo bien. Y arriba de su cabeza, se proyectaban unas imágenes de cuevas lujosas al costado de un lago de los antiguos. Celeste. Perdido entre montañas. Los ojos brillosos.

Ella quería estar ahí. No en este desierto. Se le notaba. Faltaba la baba del deseo. La baba que al final, siempre, terminaba escondida, digerida para no ser evidente. Pero nunca bajó por la comisura de los labios. No. Nunca. El deseo de la má parecía evaporarse tras la pantalla o tras la cara del hombre que hoy, porque el pájaro cantó, porque así se dispuso o él lo dispuso, volvería. De todos modos, nadie podía suponerlo. Ni siquiera yo, que siempre soy ducho a las señales.

Terminé con el virtual teacher a las cinco de la tarde. Puras ecuaciones y dos o tres ejercicios de pronunciación ese día. No estuvo pesado. Por suerte. Ya nos habían tomado el examen de posicionamiento. Por eso, estaba todo tan aliviado. Me iba a poner con el Niño G a jugar en el Avatar. Pero preferí buscar un archivo en la pantalla. Era de un cuento que había leído cuando era más chico. Me gustaba y la noche antes de que fuera el día de saberlo, había soñado con el Lobo de dientes de vidrio. El mismo del cuento. Que gritaba debajo de las cuevas. Y después se volvía gigante y se vestía de abuelita y con las garras de conejos anestesiados se comía las cumbres como zanahorias. Me decepcioné. Apenas descargué el cuento del archivo universal, no tenía nada que ver con el sueño. Nada. Era tan básico que me pareció naif. Avejentado. Y lo cerré.

Pero la lectura ya me había consumido el día de principio a final. Y no pude conectarme con el Niño G. No. Entonces, cuando terminé, me quedé mirando las letras amontonadas en la pantalla, como esperando que algo aconteciera, porque volvió a cantar el pájaro. Pero ahora en la luz naranja de la noche. Atravesó las montañas y rebotó en cada uno de los valles, descendió por ellos, sacudió las ventanas y entró en las orejas de todos, con su horror, con su chirrido. La má se tapó con las manos y putió como un conjuro contra el canto. Un contra-canto destinado a dejar sin efecto la magia macabra del otro. Y no pudo ser, sin embargo. No. No se pudo detener lo inevitable. Lo que debía saberse. Porque había llegado, no sólo el día, sino también el momento.

Dormíamos. La má y yo. Y entonces, el primer temblor de las montañas. Temimos un sismo. Pero no. Cada vez más potente, la vibración seguía. Las paredes chorreaban polvo y cascotes desprendidos por los sacudones. Era un latir. Un martilleo de gigantes que se asestaba contra el suelo, se despegaba y volvía caer sobre él. Con todo. Y cada vez más cerca el martilleo. Tuve miedo de una invasión; de que seres de otro planeta vinieran con mazas devastadoras a moler montañas volcánicas. Pero tampoco.

Ahí, cuando ese pensamiento comenzaba a temerse, se hizo visible el humo. Una línea ascendente que aparecía en la pared. Enfrente nuestro. La má corrió a abrazarme y me apretó tanto que por un momento no vi más. Pero después saqué la cabeza por encima del cuerpo nervioso de la má y el humo se movía en una línea horizontal que recorría una pared del cuarto, cerca del techo. Una línea de la que caían escombros a través de los cuales pasaba la luz del afuera. Como si algo estuviera cortando. Un láser. O una sierra. Cortando el techo de la cueva, la montaña, tal vez, a la mitad. En una disección precisa. Corrimos a la cocina y ahí la línea ya había sido trazada. En el escritorio, en el baño, también. Quedaba la pieza. Sólo la pieza. Volvimos.

Quise asomarme por la ventana o mirar por la pantalla, en las camaritas, para saber qué pasaba. Pero la má me volvió a agarrar fuerte y no me soltaba. Ya no era sólo humo, sino el polvo por todos lados y el olor a quemado que entraba para hacernos largar la tos. La solté a la má. La línea casi llegaba al final de la pared. Me acerqué a la ventana. Pero no se veía nada. Como si un cuerpo o algo, metálico, la tapara. Sólo plateado. La primera noche oscura. Como en la antigüedad. Pensé. Recuerdo que pensé. Y entonces, se hizo un hueco de luz en la ventana, del otro lado de la ventana, en el afuera y pude ver algo. Una estructura de acero o de chapa que se movía. Llena de soldaduras, de tornillos. Retrocedí. Y recordé algunas historias. De miedo. Un submarino que hacía miles de leguas. Un dibujito animado de los viejos que tenía una ve en el pecho y tiraba rayos rojos. Un auto que hablaba con su dueño en una película.

Y las historias de los elegidos, como una obsesión, como una materia premoldeada que se dispone a ocupar el vacío de un universo. Las imágenes de los Niños que la repetían en el chat, por la camarita, mientras jugábamos a los virtualities. Y a escondidas, sí, a escondidas de los archivos o a pesar de los archivos. Se hablaba de los elegidos. Y ahora me acordaba de eso y no quería. No quería. No. Porque la línea casi daba vuelta a la habitación. Había sólo que esperar lo inevitable. Que se uniera con la otra punta, la que estaba en la cocina. Y que, luego, se levantara el techo y las estrellas nos inundadaran o la estructura metálica nos descargara algún arma mortal. Me preguntaba cómo o por qué sucedía esto. ¿Cada cueva de la urbe en la cordillera volcánica era cortada a la mitad? ¿Destruida una civilización entera? Y con un propósito. ¿Con un propósito?

Entonces, la realidad sucedió. Y las conjeturas se terminaron en un instante. Cuando el humo se metía de lleno en los pulmones. Y caíamos. Casi desfallecidos por la asfixia. La má quiso correr a la puerta. Puso la clave, aunque no. No se abría. Y la línea tocó el otro punto de la línea y el techo se levantó y la mano de un Optimus Prime me elevó, apretado, por el aire, mientras veía, abajo, en lo poco de consciencia que quedaba, al pá que abría la puerta y a la má que salía y lo empezaba a golpear a puño cerrado en el pecho, hasta tirarlo al suelo. De rodillas. Pasó lo que tenía que pasar: como siempre, las historias se hicieron realidad y el robot, con los motores encendidos, cruzó la noche naranja flúor en la cordillera, dejando atrás, cada vez más chiquitas, las luces de la urbe volcánica. Y ya no di más. Por la fatiga o por el horror. No daba más. Y me dormí o me desmayé en las manos frías y vibrantes del Optimus Prime.


II

La granja


Ahora, las jeringas inyectan el líquido en la sangre. Y ocurre la apertura de los ojos. Automática. Todos juntos, como en un arreglo musical de despertares. Es la mañana. Rosada en la granja. Y otra vez la sensación del ahogo, que nunca parte, que siempre está abarrotada en la lengua. Nadie más que nosotros sabe. Ni de la ruculitas, ni de los elegidos, ni de los Optimus Prime. Nadie más y acá estamos. Y quisiéramos no saberlo, porque saberlo implica que no pare la parla. En la cabeza. Ininterrumpida, sigue. Como el ahogo. Adentro, sin cesar, mientras bajan las pantallas de los computadores. Y el conocimiento se precipita. Cae en la lengua hasta desenrollar las causas y los efectos. Monótonamente. Para recordarnos. No sé qué.

En posición de sillas, nos elevan las camas. Y las amarras en las muñecas se abren con un clac. Los ojos sostenidos de las pestañas. Abiertos. Mientras el brazo metálico nos lleva las manos a los controles. Para que no se desgasten los músculos. Las sostienen. Frente a las pantallas. Entonces, empieza la simulación. Mientras muevo el muñequito del juego. Es un yo metálico de afuera que se mete en los surcos de las ruculitas. Erupciones de magma. Se salpica la cámara. Se salpica. El objetivo consiste en limpiar los surcos. Sacar los obstáculos, escandir la tierra, para que en el medio circule lava y la ruculita, hermosa y verde brillante en medio del naranja crezca. Nadie sabe. No. De la belleza de una planta de ruculita. Acostumbrados a que lleguen por los tubos. Cortaditas. Mientras la má... Maltratada a violencias por el pá.

Y no para la cabeza. Porque mientras la má. Seguro se come la ruculita que el yo metálico del juego cultiva. La má. Golpeada de nuevo. Sin nadie que le pare los puños al pá. La má. Pero así lo quieren. Así. Por eso los elegidos. O creo. Nunca se sabe dónde terminan las cosas. Nunca. A veces, lo que uno piensa se consume en un volcán de lava o de realidad. O no. De puras historias de virtualities. Más bien. La realidad se hace con las historias. Mejor dicho. Tampoco. Todas las historias como en un surco de lava terminan en la realidad. Eso es discutible, creo. Por el cansancio de tantos días, sentado en esta granja, frente al simulador, que duele los huesos o los músculos, se piensa raro. Y duele la lengua. O mejor, se inflama hasta quedar cortada, jadeante. Y punza el cuerpo, en todo caso. El cuerpo, que ya no veo. Sujetos los ojos y la cabeza frente a la pantalla. Y sin moverse. Hasta el momento del recreo.

Pero hasta el entonces, la parla no para. Y nosotros, todos, que creíamos que era pura historia. Lo de los elegidos. Pero no. Ya había chateado antes. Las veces en que vivía en la caverna todavía. Con el Niño G. Siempre me contaba o buscábamos archivos con la historia. Pero había tantas que nunca entendimos la verdad. Si es que la había. La había. Una era creíble. La de un tal Zevi. Viejísima. Por cierto. Pero estaba en los archivos. Era un diálogo grabado. Creo que antes hablaban por unos aparatos y había quedado el registro. Zevi hablaba con el Sabio Loco. Le decía que el tiempo se venía a pique; que la Revolución se había terminado. Dormidos como estábamos. Había como núcleos neurálgicos del poder de unos Señores que estaban preparando el Golpe. Definitivo. Y que todos seríamos esclavos. Aunque no quisiéramos.

Fue cuando el Sabio Loco dijo que estaba prevenido. Que nada era tan fácil. Ni siquiera para el poder absoluto. En absoluto. Había puesto micro-células en el agua. Para que se metieran en los genes de unos pocos. Micro-células con super-poderes. Algún día, como una plantita, germinarían en la generación futura. Los misterios de la herencia. Decía el Sabio Loco. Cuando pase, lo que es inevitable, se termina el poder de los Señores. Neurálgico. Y el primer síntoma sería la rebeldía contra el Padre. ¿Mire si usted, Zevi, no se tomó un vaso con las micro-células? Se hizo el Silencio. Con el Niño G creíamos que Zevi había tenido miedo. Sentido el miedo. De ser un elegido. Y seguro que ya no tuvo hijos. Por las micro-células. Pero nos reíamos. Porque pensábamos que era pura historia. Y G me decía mirá si vos sos un superpoderoso, porque tus ancestros se tomaron las micro-células.

En este mundo no hay que hacer conjeturas. Porque tarde o temprano, las historias acaecen. Construyen la realidad y puede suceder que termine siendo un elegido. Como nosotros. Ahora entiendo. Es una lógica siniestra. Subterránea. Pero exterránea. En el cuerpo ahora. Pero también los Prime. Fíjese usted. Los Prime. Ahora que lo pienso. Porque la parla no para desde la inyección. Con la lengua cortada. Ahogada. No para. Antes, había películas. Antes de los virtualities. No, no las pasaban alrededor nuestro. No nos podíamos meter como en los virtualities con los personajes, como personajes. La gente iba a una sala. Grande. Y en el fondo, pasaban dibujos con sonidos en la pared plana. Era el cine.

Ahí, según un archivo que encontramos, a alguno de los Primeros Señores se le ocurrió la idea. Vieron la película The transformers. Nosotros la sacamos también de los archivos. Y la vimos. Había un Optimus Prime que era prototípico. Y lo hicieron real. Lo sacaron de la película. Contrataron a millones de Sabios Locos y los construyeron. Hoy sabemos. Que son para custodiar Las Granjas donde se controla a los elegidos. Porque los Señores habían escuchado la conversación de Zevi y tomaron sus precauciones. Cosa que el Sabio Loco no supo. Que le iban a contratar un batallón de Sabios más Locos para contrarrestar a su ejército de superhombres modificados genéticamente. Andá a escaparte ahora. Si te agarra un Prime, te fulmina. Porque los elegidos y los Primes fueron dos historias que se volvieron reales, para enfrentarse, a partir del viaje del pá.

El entonces. El recreo. Por eso, nos ponemos en fila al costado de las camas. Todos los elegidos. En el galpón de la granja. Porque nos sueltan. Minutos en el día. Para no matarnos de quietud. Y salimos. A los pasillos. Tomo al Niño F de la mano. Y lo meto debajo de la cama. A escondidas. Siempre a escondidas. O si no, quedás en los archivos. Y te sacan de la Granja. Nadie sabe dónde. Te llevan. Por eso nos agarramos de la mano. Y el beso. Cálida la boca. Húmeda. Y lo blando debajo de la ropa. Y lo duro. Pegados uno arriba del otro. Hasta que suena la alarma por el fin del recreo y tenemos que salir. Tenemos. Que volver a la conexión de la cama. Final del movimiento de los cuerpos. Recomienzo del movimiento del otro. En la pantallita.

Hasta el día en que no sabíamos. Sí, incluso. Tuvimos que desconectarnos para volver a conectarnos. Dudábamos si el muñequito que manejábamos con los controles en la pantalla, el otro metálico, sí, dudábamos, si limpiaba de verdad los surcos o si cortaba realmente la ruculita. Si existía en algún afuera. O todo era puro engaño. Destinado a hacernos creer a los elegidos que hacíamos algo. Una droga de entretenimiento puro. Pero no. Hasta ese día en que no sabíamos para pasar a saberlo. Cuando me enviaron en la burbuja móvil a la ciudad de los antiguos.

Apareció una orden en letras grandes. Centradas en la pantalla. DEBEN DESCONECTARSE Y SUBIR A LA BURBUJA. ALLÍ TENDRÁN MÁS INSTRUCCIONES. Decía. O eso creo que decía. No importa mucho ahora. Lo que sí, el plural resultaba raro. Porque los otros seguían conectados al juego de las pantallitas. Sin moverse. Las pestañas sostenidas con los tenedores mecánicos. Para no desconcentrarse y perder tiempo en el parpadeo. La máxima eficiencia requerida. Pero lo que acontece tiene necesariamente que ser. Y Fue. Llegué a la sala de burbujas móviles y ahí se hizo el plural. En la otra punta. Por primera vez. Con su pelo en un eléctrico ardor. Apareció. Yo soy el Niño F. Deletreaba la boca. Carnosa. Unos ojos de gato en ganas.

Raro. Muy raro este contacto. Y más porque en la sala de burbujas, había singulares. Una sola burbuja con la compuerta abierta. Subimos los dos en uno. El plural en el singular. La cabina desplegaba lucecitas flotantes que se fueron tornando coordenadas, letras, instrucciones. Unos redondeles flúor que cruzaban la cabeza. Hasta que se formaron las palabras para informar que todo era un premio. A nuestra puntualidad y a nuestros máximos puntajes en el juego de los otros metálicos que hacen crecer la ruculita en la pantalla. Los más eficientes. Aunque la lengua cortada y el malestar en el cuerpo. El Niño F me miraba con una sonrisa de goce intenso. Como todo goce. Punzante. De cachete a cachete. Creíamos que nos dejaban descansar. Pero para nada. Enseguida se esfumaron esas palabras y llegó la consigna para entretenernos. En el viaje. DEBERÁN VOLVER CUANDO ENCUENTREN EL HUEVO DE ORO DE LA GALLINA. LA BURBUJA MÓVIL ESTÁ PROGRAMADA EN AUTOMÁTICO PARA CONDUCIRLOS A LA ANTIGUA CIUDAD DE LEONES.

Y de a poco. Como la del pá, la burbuja empezó a flotar, en línea recta perpendicular al arriba. Unos pájaros negros salieron por la compuerta que emitió un gruñido de Bestia al abrirse. Y la luz recalcitrante del sol casi me quema la visión. Pero el Niño F me puso los anteojos y, ahí nomás, descolgó los trajes térmicos, para tenerlos a mano cuando tuviéramos que bajar. El cielo se proyectaba rectangular y de un violeta onírico por todos lados. Menos abajo. Donde la lava trazaba surcos en medio de los vapores. Cada tanto, el verde de la ruculita parecía percibirse. Pero no estábamos seguros de que fuera ruculita. Demasiado turbio todo. También aparecían unas tuberías que cruzaban allá abajo. Una telaraña plateada que brillaba en los reflejos de la lava o del sol. ¿En medio de la ruculita? Lo demás, puro horizonte rosado y los ojos del Niño F que miraban algo en mí. Y que daba vergüenza. Pero miraba y comenzaba el gusto.

Y todavía no sabíamos. No. Pero en media hora o menos, llegamos. Pura maleza. Porque eso acontece en las burbujas. En pleno viaje, el paisaje pasa de la lava a la montaña y, después, a la maleza. En minutos nomás. No se acostumbraban los ojos a la velocidad con que las burbujas recorren la tierra. Parecía que ahí había sido la batalla final con los guerrilleros del clima. Porque había los edificios rotos de las fotos en los archivos. Casa, creo que le decían. Derrumbadas en la extensión del espacio. Ladrillos desperdigados en el suelo. Y puros árboles que encerraban rarezas. Unos caminos de lajas y unas especies de maderas con hilos colgantes con tablas. El viento los balanceaba. Y allá adelante, un metal enroscado con una escalera. Y algunas flores en los alrededores. Nada más. O sí. Pero eso acontece enseguida, no en la coincidencia del tiempo, sino después.

Cuando el Niño F se detiene en el camino. Encerrado en su traje térmico. Y me hace señas de silencio. Y con la mano así, así. Hasta que llego y el índice se extiende y veo la huella impresionante. Enorme. De metros y metros de largo. Es el terror que siento. Los ojos míos y del Niño F agigantados. Me toma de la mano. Como hace un rato; pero sin pasar a lo otro. Hay una presencia allí. Estoy seguro. Imagino sus ojos entre la maleza, en los árboles. De cerca a los dos para devorarnos. Seguro. Lindo premio. Pienso ahora y los odio con más fuerza. Los detesto.

Pero en ese momento, no. La mano del Niño F me ayudaba. Yo me sentía seguro, con un respaldo en la palma. Hasta los gorriones se habían callado para hacer evidente la escena. Un tembleque de piernas y el pasito pequeño. Yo tenía el cerebro vibrante, a punto de estallar. A través del casco no se veía nada en la toma rectangular y recortada de la visera. Sólo maleza y yuyos y el traje brillante del Niño F. Palpitante allí enfrente. Y enseguida, a los cincuenta metros, otra huella. Esta vez, a la izquierda de la anterior. El presentimiento de la presencia se volvía cada vez más real y hasta transpiraba. Se los juro. Uno transpiraba. Imagináte, me decía por el auricular el Niño F, que si a tantos metros hay una pisada de la otra, la estatura de esta Bestia tiene que ser inabarcable. Debe llegar a la estratósfera, imaginaba. Y el corazón a mil, como tantas veces. Siempre ante la violencia inminente.

De golpe, un movimiento sacudió las hojas con un sonido de sonajeros. Relampagueaban los alrededores como serpientes zigzagueantes. Era el Viento. Como vivo que pasaba su expansión de calor intenso y tostaba los pastos. Yo, recuerdo, pensaba que era la presencia moviéndose en el espacio lleno. Así fue. Por eso, apreté la mano y cerré los ojos y corrí. Con el Niño F a rastras por el suelo. Saltaba las huellas que aparecían enfrente, sin pausa. A veces, creía ver sombras móviles que nos tapaban el paso y aceleraba más y más. El Niño F jadeando de los golpes. Como voces. Cosas ahí que eran una sola. La huella. La presencia. Unos nervios que suturaban la felicidad del premio con cicatrices inolvidables. Creo haberme tumbado y levantado varias veces. Un grito sordo desde alguna parte y yo que no paraba de pensar en los ojos gigantes de la Bestia, centrándonos como el objetivo de un disparo. No daba más. La lengua afuera, mordida, lastimada, mientras el viento seguía provocando.

Hasta que caímos en el hoyo. Profundo, profundísimo. No podía dejar de pensar que había leído que una Niña terminaba en un fondo que no era más que un patio en la casa de un conejo. Hasta que despertaba. Pero no. Esto era la realidad. Había paja para amortiguar el golpe. El Niño F había quedado machucado. Por suerte el traje impecable todavía. Me miraba agitado, comiéndose los labios. Hasta que señaló como siempre. El índice extendido. Hacia arriba. La paja era una madeja de nidos vacíos. Debajo de una cueva con estalactitas fucsias que iluminaban como estrellas. Y adentro, los huevos. De oro esplendente. Seguro que eran de la Bestia. Diminutos. Parecían de perdiz. Puse unos cuantos en un frasquito que había traído de la Granja. Porque si eran o no de la Bestia o de la Gallina, ya no se sabía. Daba lo mismo.

Entonces nos miramos y aconteció. Sus ojos hipnóticos se metieron en los míos. Porque después de llegar a la meta, un simple huevo de oro, digamos, siempre que llegamos al fin de lo que quiere el instructivo, la excitación parece más intensa o, al menos, se potencia el deseo de más meta, de encontrar un nuevo objetivo, y sobrevino o explotó la necesidad del beso. Lo agarré de un brazo y, así, empezamos. Como caricaturas que se besan en espejo. Porque los labios daban en el casco. E imposible era sacarlos si no queríamos quemarnos. Pero sincronizábamos la danza sobre la superficie del vidrio y hasta la sentimos. Nos sentimos. Incluso el cuerpo. Durezas en las entrepiernas. Blanduras voluptuosas de la sensibilidad en el resto. Hasta su mano en mi nuca. Como si atravesara el casco y adhiriera sus dedos a mi cabellera.

Hacía calor. Había necesidad del desnudo. Aunque no podíamos porque si no se terminaba la historia. Así que apretados, pude sacar la escalera comprimida del traje. Y subimos el hoyo. Tomados de la mano. En medio de un fuego adentro y afuera de la ropa. Ya no importaba nada. Si había o no Presencia. O Bestia. O Gallina Bestia. ¡Quién sabe! Sólo deseábamos. Llegar a la Burbuja. Para sacarnos todo y dejarnos caer en la descarga de las ganas.

Fue así que supimos lo que hasta ese entonces no sabíamos. En el lapso del deseo y de su consumación, camino a la Granja. Para ser preciso, cuando ya estábamos llegando a la Granja. No. No se trata de las Gallinas Patilargas que sobresalìan de las malezas. Enormes. Pero para mí no eran de ellas las huellas. Porque eran chiquitas como la palma de una mano. Aunque unas piernas gigantezcas como zancos. Lo que supimos fue no sólo que ya no podíamos prescindirnos, sino que, al descender hacia la compuerta que se abría, por el parabrisas de la burbuja, vimos a los Otros Metálicos del juego en la pantallita, en hileras, allí abajo, sacando malezas de la ruculita entre la lava. Para que crezcan las ruculitas. Eran Otros metálicos gigantes. Eran reales. Ningún entretenimiento o puro juego. No. Eran.

En un rincón, había dos sentados como en un trance de parálisis. Desconectados. La cabeza de uno sobre el pecho del otro. Tenían la letra C y F en el pecho. Eran los nuestros nosotros. Descansaban de nuestra cotidiana manipulación y sonreímos ante una felicidad que les atribuimos, porque siendo nuestros Otros metálicos, incluso sin nosotros, ellos se habían acercado.




III

Un Elegido


Hoy es el día de nuestros cumpleaños. Todos en el mismo día. Esto es raro. Si es que nosotros no somos los raros y el mundo se ha dispuesto a emularnos. Nos desconectan de las pantallitas. Como si otra vez un premio. Por tanta eficiencia. Por tanto cuerpo inutilizado en las camas ortopédicas. No nos inyectan el líquido. Pero la lengua permanece hinchada. Descienden, en la mañana tarde, los paquetes del desayuno sobre nuestras cabezas. Hacen un ruido de golpes en los tubos. La única vez en el año que nos dan sólidos. Nada de inyectables. Y se babea. Con los cayos en los dedos, agarramos la comida. Intenso gusto a caramelos pasa del olfato a la garganta. Después, las manchas verdes en los labios. Y uno sabe, sí, que esto tiene ruculita. Aunque no parezca. Tampoco se van a poner a inventar comida por el cumpleaños. Si no hay otra cosa que se coma. La ruculita enrarecida. Omnipresente.

Y así estamos.

Por primera vez, no sabemos qué hacer ni qué decir. Acostumbrados a la nada. Nos miramos como idiotas. Al borde las camas. Mientras rompemos los envoltorios para masticar desesperados. Ya nos habíamos olvidado del sabor. Y de tan rápido. En menos de unos segundos, no quedan rastros de sólidos. Lo miro al Niño F. Mirarme del otro lado de su cama. Y el impulso de las horas libres por delante, nos acerca. Me adhiere. Y debajo de la cama. Sin ropa y a escondidas, mientras los otros se dan cuenta y algunos ya se meten, contagiados, en los otros abajos. Se revuelcan mujeres con hombres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con hombres y hombres, y hombres con mujeres y mujeres. Y es un único jadeo. En el movimiento de las penumbras del suelo. Frío. Pegajoso.

No paramos por horas. Hasta que oímos de nuevo el golpe de comida en los tubos. Y largamos el jadeo. Saltamos de pie al costado de las camas. Con las manos extendidas. Esperando la caída de los sólidos. Otra vez. Y allí vienen. Calentitos en los dedos. Suaves. Blandos. Mucho más grande que en el desayuno. Le sacamos lo plateado, lento. Y el lugar se cubre de olas de plateados. La sala inmensa hasta los ventanales ardidos por la lava del otro lado. Brillos de una luz que no existe. O es pura oscuridad de los reflejos. Como cuatro tipos de ruculitas distintas. Deliciosas. En la mandíbula cinética. Hasta el cansancio o hasta la aniquilación.

Y entonces, justo cuando nos mirábamos de nuevo con las ganas, se enciende la pantallita:

¡FELIZ CUMPLEAÑOS! HOY: VISITA DEL PADRE. NO HAY REGLAS NI LEY. HAGAN LO QUE QUIERAN.

Sobrevienen las ganas del vómito. Todos juntos. En sincronización perfecta, largamos las arcadas. Por la bronca acumulada. La desesperación en cara de la má. Unos brazos amputados. Los moretones. Unas flores secas. Todo fulgura en las cabezas. Como chispazos de imágenes que no sabemos si reales. Pero por la bronca acumulada. Y después del silencio. Y los nervios. Uno de los elegidos arranca las tiritas del colchón de la cama, despacito, en un chirrido que delata. Las muerde hasta cortarlas. Una y otra y otra vez. Se las ata en las muñecas. El otro elegido saca la navaja debajo de la almohada y se hace tajos en la cara. Mancha de sangre el piso, las paredes. Otros se retuercen de ansiedad al costado. Como si se hamacaran. Mientras a uno le crecen como garras y a otros los ojos de colores encendidos largan llamitas que se extinguen en el aire.

Tenso todo. Muy tenso. Como si estuviera por sobrevenir la desgracia. Y encima las pantallas que repiten: HAGAN LO QUE QUIERAN. A cada rato. Como si alimentaran el caos que el cuerpo no puede contener. Aunque cansado por las ganas descargadas. Yo, una dureza en el estómago que parece salir por la garganta. Y la bronca por eliminar lo único de sólido en el año. Y otra vez, todo por el Padre. Sin embargo.

El Niño F nos mira desconcertado. Al lado de su cama. Sonríe. Y se le ve la angustia en la mirada. Cuando yo era muy chiquito, dice, cuando por la noche dormía en mi cama de gladiolos, Papá llegó con sus manos cansadas de meter la ruculita empaquetada en los tubos. Sangraban, dice. Y la má agonizaba en la otra pieza. Gritaba como si estuviera a punto de partirse el cuerpo. Fue una de las primeras infectadas con la Virulencia. Tenía el rostro demacrado por los meses de dolores. Y unas manchas que purulaban, verdes, en la piel.

Papá lloraba en el baño como condenado. Me había dicho, sí, me había dicho, que si la má se iba, él no podría seguir. Pero que era un cobarde. Y aquella noche llegó y me besó la frente. En la caverna había una luz que murmuraba un cántico de rezos. Amarilla opaca se desplazaba entre las sombras que querían cubrir las paredes, las camas, las miradas. Decía el Niño F y no paraba. Todos alrededor. Porque iba a revelar el Secreto. Nos calmaban sus historias. Unos ya lagrimeaban, por la atmósfera creada. Otros, por el contraste con sus calvarios paternales.

Nos sentamos. A escuchar el Secreto. La revelación. Papá dijo que la saludara. Contaba el Niño F. Porque en la mañana, tal vez, cuando los rosados en el cielo, ella, sin decir ni chau, quedaría dormida para siempre. Y la desaparecerían para que su presencia no destrozara el recuerdo. Me levanté. Un aire frío llegaba desde el acondicionador. Temblaba. Por el contraste entre el adentro y el afuera de las frazadas. Llegué al umbral y la vi. Sudada, llagada, conectada a los tubos con inyectables burbujeantes.

Una pantalla con dibujitos animados inexplicables le medía las alteraciones del cuerpo. Uno, un pajarito en una jaula, decía que un lindo gatito quería comerlo. Y bajaba una grúa del techo que la levantaba a la má para sacarle unos gusanos que le agujereaban la espalda, las nalgas, las piernas. Con gases. Caían al instante sobre las sábanas. Venía el brazo mecánico y las envolvía y las cambiaba y la grúa descendía hasta dejar a la má nuevamente recostada. Así se sufre la Virulencia, así. Todos hablan de ella. Pero sólo quienes la vivimos de cerca conocemos los detalles. Los matices. Los olores. El dolor. Aunque quieran embellecerla con dibujitos animados. Puras metáforas. La realidad desconoce los criterios estéticos; es bella y fea a la vez, aunque quieran decirla como una.

Los elegidos mojábamos el piso todavía sucio con los plateados. Y si no fuera por las pantallas que chirriaban cada cinco minutos con su mensaje, hubiéramos olvidado por completo la visita del padre. Pero eso fue parcial, mientras la historia seguía desovillando su silencio.

Avancé –siguió el Niño F– cuando la má ya estuvo descansando. Me miró con sus ojos verdosos de inyectables. Y una sonrisa lenta y famélica llenó la escena. Movió sus dedos entubados en una palmada sobre las sábanas. Siéntate, decía una mujer con un lazo en la pantalla. Tenía una vincha con estrella. Hijo, mañana, a las 7:00 PM, entraré en el Sueño. Espero que no sufras y que si sufres, recuerdes que en tus conexiones con el Sueño, apareceré para calmarte y seré Presencia. Tal vez, a veces, actúe extraña o aparezca en formas siniestras o te diga incoherencias. No importa si me haces o no caso. Tienes que hacer lo que sientas. Pero sí, siempre recuerda, que yo estaré en el Sueño, en contacto, para que no te sientas abandonado. La mujer con el lazo que hablaba por mamá se movió en la pantallita. Y mamá volvió a largar una sonrisa, mientras la mujer dibujaba un corazón con la soga y una foto familiar de nosotros tres se encerraba adentro. Era lo último que le vi pensar a la má. Y la primera de las tantas veces que Papá lloraba en la puerta.

A las siete, exactamente, mamá entró en el Sueño. Una grúa apareció y la hizo atravesar las compuertas del techo, completamente dormida. Fue una mañana intensa. Se conectaron todos los conocidos al computador. Y nos enviaron sus saludos, sus videos, sus poemas, sus canciones, sus condolencias, sus flores secas. Yo y Papá agradecimos cada una. Hasta agotarnos. Después, las pusimos en el archivo central y la enviamos a la red. Para el recuerdo. Para generar su Presencia, aunque ella sólo fuera una sombra ya. De tan cansado, al mediodía, me quedé dormido.

Y aconteció. Fue la primera vez que el Fantasma onírico de la má me dijo su mensaje. Terrorífico. Pero de amor; tal vez, del verdadero amor. Matalo. Ordenó. Matalo. Y supe lo que tenía que hacer. Porque la má lo quería con ella y él ya había dicho que sin ella, no. Y, además, lo había visto a Papá, temprano, probar la pistola. Limpiarla para algo. Pero era un cobarde. Así que cuando desperté, tomé la cuchilla láser en la mano, para encenderla hasta el rojo intenso. Y mientras Papá estaba con la cabeza dormida sobre los brazos en la mesa, seguramente conectado al sueño de la mano de la má que lo llevaría a su lado, lo descuarticé. Por la noche, después de que la grúa sacara sus restos por las compuertas del techo, un Prime apareció y me trajo a esta cama. Mi Papá no va a venir esta tarde.

Angustia. Un torrente de quejidos se precipitó y todos quisieron abrazarlo. Pero no. En las pantallitas, una señal de alerta le quitó la calma a la escena. Y corrimos a las camas. Miramos los mensajes que decían:

EL MEJOR RECUERDO DE TU PÁ ES HABERTE TRAÍDO CON NOSOTROS. DALE EL MEJOR DE LOS REGALOS. HOY.

Y tintineaban las letras, en apariciones y desapariciones ininterrumpidas. Otra vez la bronca de los otros. La mía, aunque un poco acurrucada. Pero estaba ahí, con todo su esplendor. La bronca.

Y el sonido de la alerta que subía de volumen. Como si algo o alguien o álguienes quisieran el desastre. Muchos comenzaron a arrancarse los pelos. Los tiraban en pilas voluminosas entre los llantos y los plateados. Yo me tapaba los oídos. Era demasiado volumen. Suficiente para enloquecernos. El Niño F seguía, sin embargo, en otra parte. Como si el Sueño lo tuviera lejos de nosotros. Con sus padres. Y esa historia, o por su historia. Sentí, aunque la bronca, una pena en el centro del cuerpo y la necesidad del abrazo. Salí de la cama y volví a sentarme a su lado. Lo tomé de la mano. Porque el amor es esto. Nos salva, aunque no parezca, hasta del sonido de la locura. No. Nos hunde en ella. Nos salva.

Entonces, se abrieron las compuertas: YA ESTÁN AQUÍ. FORMEN FILAS EN EL PASILLO. Decían las letras en las pantallas. Y obedecimos. Como era de esperarse, como hasta ese momento tenía que ser. Porque no había otra. No hay otra. Así son las cosas. Lo que debe ser, ya es. Y fue. Salvo que. Por el ascensor aparecieron amontonados todos los padres. Golpeadores. Lacras. Alcohólicos. Pero aunque la rabia. La espuma en la boca. La lengua mordida. No me soltaba de sus manos. Esperábamos una orden. No sé por qué; pero queríamos que nos dijeran: -Ahora pueden; ahora. Y, sin embargo, con los rostros de los pá enfrente nuestro no había nada que decir y no se dijo nada. Hasta que empezaron las provocaciones. Y la contención de las ansias. La contención.

El pá me repetía tenés lo que merecés. Hasta noviecita. Y el diminutivo que degradaba. Ese diminutivo. En las orejas. Entraba. Traspasaba el tímpano y llegaba al caracol y en un impulso nervioso, por las neuronas, al cerebro y de ahí al corazón y, después, a las venas, hasta la punta de los dedos. Sujetos por la mano de F. Que calmaba. Por suerte. Pero se cortó la atmósfera. Como borroso, después de que todos los pá se hubieron ubicado, el Padre del Niño F apareció entre el tumulto. A veces parecía un holograma que se desvanecía en el aire. A veces, puro sueño. Estoy vivo. No cumpliste con tu madre. Le decía. Y el Niño F que hacía fuerzas por soltarse. Pero no. No iba a dejarlo. Y fue entonces que lo que debía ser, fue. Una voz se filtró en el aire. Como si una interferencia eléctrica profunda. Cavernosa. En el preciso momento en que las fuerzas del Niño F se largaban de mis dedos. Porque quemaban. Justo ahí, la voz ordenaba: TIENEN QUE HACERLO. Y fue el caos.

Y del caos, como nos enseñaron los tiempos, nació el orden. Porque el caos es una manera de tirar los dados y de arrancar de cero. Finalizar por el comienzo. Aunque sea un comienzo extendido de tres actos que ahora se terminan. Esto es el comienzo. O no. Nunca se sabe dónde está la punta del ovillo. Eso dicen. Tal vez otros puedan sostener que el comienzo fueron Zevi y el Sabio Loco. U otros, los señores de la ruculita. ¿Quién sabe? Nadie, nadie sabe y eso nos obliga a imaginar lo que no sabemos o lo que creemos o lo que queremos saber. Y sí, señores, quiero imaginar que esto es el comienzo y que yo fui parte de él. ¿Narcisista? Tal vez. Pero lo cierto es que el elegido fui yo. Y no vos u otro. Yo. Y gracias al Niño F. Y por el caos. Yo. El que ahora devendría el líder de los elegidos. El elegido supremo. El niño C.

Porque la orden penetró las cabezas de todos. Y a mi derecha, uno de los Niños lanzó rayos fulminantes por los ojos. Su pá, reducido a polvo. El Polvo. Una de las niñas se volvió el jabalí de los dientes de acero. Y desgarraba las vísceras de su pá con el goce de una Bestia. Otros largaban garras metálicas. Otros, se volvían rocas o metal metamórfico. Hasta en sierras, en tijeras, en pistolas aniquiladoras se convertían. Volaban en el aire. Muchas. Y largaban tornados, o hielo o rayos a sus padres. En el Sueño para siempre.

La sangre de los pá corría en la mugre de la Fiesta de cumpleaños. La sangre y mi pá, abarrotado en contra de la cama. Yo no podía. No. Porque miraba al Niño F, un cuerpo de llamas que se lanzaban sobre el holograma de su Padre. Que aparecía y desaparecía como fantasma. Y él lo seguía y cada vez peor. Más embroncado. Por las burlas del fantasma al que nada afectaba. Y cada vez más fuego, largaba en torrentes desde los brazos. Hasta el descontrol de comenzar a herirnos. O Destrozar los pasillos de la Granja. Entonces, vino un Temor. A que estallara. A que él quedara consumido en sus propias llamas. Y ese holograma que lo alimentaba y que no paraba. Porque lo que carece de las propiedades de la materia, no es afectado por ella, aunque sí pueda intervenirla o demolerla u obligarla a las acciones más autodestructivas. No podía soportar su sufrimiento. No podía. Y el pá un carajo me importaba. Con sus ojos de huevo frito. De loco desencajado. Asustadito. Bien asustadito.

En ese momento, cuando el Niño F comenzó a dar señales de convertirse en Sueño, sobrevino en mí lo inexplicable. Ahora entiendo que hay ciertas cosas que sólo se traducen en lenguaje. Ahora. Porque fue como algo de repente. Como si viera coordenadas de realidad. Como si me disolviera en ella. En un espacio virtual donde se concentraban todas las alternativas. Todas. Los universos paralelos sobrepuestos. El todo que no daba resquicios a la nada. Y no sé cómo, todavía no lo entiendo, pero eso que era, comenzó a ser de otra manera. Una luz se despegó del cuerpo en una esfera que absorbía kilómetros en redondel. Un mapa de universos, donde cada cosa se volvía lo que deseaba.

Un poder. Era eso. La manifestación de mi poder impresionante. Capaz de inventar, alterando, la realidad con mis deseos. A fuerza de imaginación. Y fueron segundos. Pero se entendió todo. Si yo era capaz de eso. Si esto que estaba ahí era capaz de esto. La aurora rosada con gorriones. Los Prime. La Granja. El padre del Niño F. Mi pá. Los otros Niños. Podía manipular sus alternativas o crearlas a mi antojo. Y, por eso, aparecieron los Otros Metálicos de las pantallitas en las ventanas de la granja. Todos los elegidos los vieron allá afuera. Desafiando al espacio de las laderas volcánicas. Los otros metálicos nos defendían de los Prime que venían a frenarnos, como siempre. Fue un choque de metálicos como en la pantalla. Espectacular.

Incluso los que tenían la letra C y F. Dejaron sus herramientas que juntaban las ruculitas o las limpiaban o... Se hicieron más grandes. Los hice más grandes. Como diez Prime juntos. Y Fueron una estampida que vibraba los ríos de lava. Por eso. Para cuando los Señores notaron que el caos que habían provocado daba nacimiento a otro orden, mandaron a los Prime. Pero ya era tarde. Mis deseos se habían vuelto reales. Y los Grandes Otros Metálicos destrozaron los circuitos, las piernas de los Prime, que caían en los campos de magma y de ruculitas. Y todo porque yo lo deseaba, porque yo lo imaginaba como deseo.

El Niño F, ya no perseguía a nadie. Desaparecí el holograma de su padre. Justo después de que le hice decir que todo había sido una broma. Lo había salvado. Y en esa acción, sin darme cuenta, por pura desesperación ante la posibilidad de que él se fuera al Sueño, nos salvé.

Cuando todo pasó. Los Prime destrozados afuera de la ventana, hundían sus partes en la lava. Los Otros metálicos habían vuelto a su tamaño. Yo los volví a su tamaño. Temía que la Tierra se saliera de su eje con el peso de mis creaciones. Y entonces, los elegidos, los Niños elegidos, después de haber demostrado su rareza, tomamos los trajes antitérmicos. Para la libertad. Y salimos. En una flota de burbujas. En la tarde oscurecida que estaba a punto de volverse noche iluminada de flúor. Desde arriba, el humo de la Granja destrozada se mezclaba con el verde flúor de las ruculitas bordeadas del naranja de los magmas. Por un momento. En el momento. Ahí. Cuando las otras burbujas formaban un ángulo de pájaros a partir de mi nave, sentí que habíamos nacido. Y que yo, lo repito, yo supe que era un Elegido.


Volver al índice

Ir a la próxima historia

No hay comentarios:

Publicar un comentario