…No es culpa, sospecho. Sino la sensación de ir conociendo cada vez más el alcance y las limitaciones de estos poderes. El cuerpo cerebral y rosado. Su repugnancia, también. No crean que no lo comprendo. Es un poco duro hacerlo. Aunque es. Con la determinación de realidad que eso implica. Es. Como también lo es Luba. La causa, el motor de esto, como ustedes ya saben por mis comentarios.
Pero lo que no, lo que siempre silencié es el descubrimiento que Luba trajo a mi vida. Su cuota de realidad. Fue cuando volvió aquella noche del asesinato, el primero, en la aldea. Con su olfato se acercó y comenzó a lamer mis manos, el cuerpo, la piel. Como poseída de una cólera de sexo que no podía aguantar. Y me desnudó y me hizo suyo hasta el sudor de los músculos.
Después comenzó a expandir el rumor de que yo tenía en las manos el perfume de Milton. Que yo había sido el que había cometido la muerte y no sé cuánto más. Supe sus intenciones y sus planes secretos. Vislumbré sus acciones con C; pero nunca pensé en oponerme. Al fin de cuentas, yo accedía a la realidad y sabía, desde siempre, que esa mujer nunca me pertenecería. Que hiciera lo que quisiera. Que alterara el curso de la historia, si era necesario. No me importaba, ni me importa, porque yo no estoy en ella más que como un chivo expiatorio, como un personaje secundario. Salvo aquella noche. Pero ni siquiera yo era quien estaba con ella. Sino Milton, la ilusión de Milton que ella traía, obsesiva, en su olfato. Y me sedujo y me sedujo y me subyugó y, así, como si nada, caí en el blanco más profundo desde la conexión con el cerebrito.
En pleno éxtasis. Desconectado absolutamente de la realidad. En una especie de nada aún más real que lo real. Como en un formateo de esos que sobrevenían, siempre, al segundo de estar por asir la realidad absoluta, la totalidad, para volver a recomenzar a acumularla hasta la explosión. Quedé en la nada. Mientras Luba estallaba en aullidos nerviosos sentada sobre mi pubis. Sus garras en ráfagas filosas en el aire ardiente.
Y cuando quise contarle a C lo que había pasado, excusarme, y hacerle comprender que lo que decía Luba carecía de fundamento,las palabras se mezclaban. Puros sonidos incomprensibles. No sé si de placer o de tanto blanco; pero incomprensible al fin de cuentas. Por suerte, puede comunicarme mediante la escritura o a través de dibujos. El estado de alteración afectaba sólo a mi oralidad. Alternando, siempre, entre uno y otro sistema, según resultase más apropiado para una u otra situación. Los dibujos eran líneas maltrazadas que utilizaba, fundamentalmente, para pedir cosas. Objetos. La escritura era empleada para operaciones más complejas, para asesorías de lo real o para dar explicaciones o hacer comentarios. Pasé semanas enteras así.
Y por eso, llegué al máximo nivel de comprensión. Es decir, a la realidad de mi comprensión de la realidad. Fue en dos oportunidades. Pero después, supe que fue siempre, a cada paso, en cada instante. La primera vez, un Niño estaba cerca y tuve necesidad de un vaso de agua. Entonces, le hice un gesto con el brazo para que se acercase y dibujé un vaso lleno. El Niño salió y volvió con el vaso. Pero al llegar, me di cuenta de que eso no era agua, sino jugo de tomate. Y miré el dibujo y comprendí que no había forma de dibujar el agua. O, peor aún, que esa revelación de la realidad, de las necesidades reales de mi cuerpo, al ser dibujada, podía ser perversamente deformaba. O incomprendida.
La otra oportunidad fue cuando un aldeano vino a decirme que estaba enfermo de tanto trabajar y yo, en una revelación súbita, impuse mis manos sobre su rostro y, luego, le escribí en un papel que en comparación con otros hombres, no trabajaba tanto, que en realidad, ni siquiera trabajaba y que, después de todo, su vida era feliz. Demasiado feliz. La tristeza de sus adentros era tan intensa que no se condecía con la lectura de su realidad. En un intento por sacarlo de su mal estado, mis manos, blancas y pálidas, se impusieron sobre el rostro. Para que viera lo mismo. La contradicción. Pero no. No hubo caso. Al otro día, el hombre se suicidó, arrojándose al río.
Entonces, intuí que la realidad, al pasar por el/mi lenguaje, por los/mis dibujos, por los/mis gestos y por las/mis palabras se deshilvanaba en efectos intrascendentes, hasta irreales, ilógicos. ¿Y entonces? Y sobre todo, si lo único que había hecho hasta entonces era ordenar, relatar la realidad del mundo de los elegidos, si había revelado súbitamente la realidad para hacer posible la Revolución, entonces, acaso, ¿cada uno de los aldeanos, o de los demás, dadas sus imposibilidades constitutivas o sus intenciones oscuras –¿quién sabe?–, había entendido cualquier cosa? ¿Al pasar por el lenguaje, la realidad había desaparecido en el orden de las palabras para aparecer en el orden de los sentidos deformes? ¿Estaba verificando la realidad para que cada uno de estos débiles, insípidos, la mintiese en sus capacidades limitadas? No lo voy a permitir, no. Mi poder es inmenso y detesto que tales seres patéticos lo subestimen con su irreverencia…
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